Cuando Luis XIV de Francia aceptó la corona española en nombre de su 2º nieto -legada por Carlos II de España-, el príncipe Felipe de Francia, a la sazón duque de Anjou, contaba la edad de 17 años. Las consecuencias fueron tremendas: estalló la Guerra de Sucesión Española, enfrentando a dos pretendientes al trono. Sin embargo, en aquellos primeros años del reinado de Felipe V (1683-1746), el cambio dinástico fue acogido con alivio, más cuando los españoles se percataron de la energía y decisión de su nuevo monarca en defender su nuevo reino, a pesar de que media Europa andaba apoyando a su rival, el pretendiente Habsburgo Carlos de Austria. Su arrojo y terquedad le valieron el apodo de "el Rey Animoso".
Concluída la guerra, Felipe V se convirtió en un obseso sexual dominado por sus temores religiosos, que le impedían tomar amantes para apagar su fogosidad. No concebía acostarse con nadie más que con su esposa. Su primera mujer, Maria-Luisa Gabriela de Saboya, de entonces 14 años, supo muy bien dominarle desde el lecho y Felipe V se convirtió en su solícito esposo, amante y esclavo hasta su muerte. Desgraciadamente, la encantadora saboyana fallecería en 1714 después de darle dos herederos varones, los futuros reyes Luis I y Fernando VI.
A pesar del dolor por su pérdida, Felipe V andaba desorientado y conteniendo a duras penas su desaforada sexualidad. El problema se hizo tan patente que, siete meses después, le casaron nuevamente con otra princesa italiana: Isabel Farnese de Parma. Ésta reinó y gobernó desde la cama, teniendo a Felipe V a su merced, y asumiendo en la sombra las atribuciones de éste. Los reyes eran entonces inseparables... Cazaban juntos, dormían juntos, iban a las campañas militares juntos. Nunca jamás se separaban.
Las crisis del rey se hicieron cada vez más frecuentes: ataques de melancolía, depresión crónica, eran el pan de cada día para la corte española. Solo el castrato Farinelli, con su extraordinaria voz, conseguía mantenerle en el umbral que va de la cordura a la locura. En sus horas bajas quería abdicar la corona para retirarse con su mujer al palacio de La Granja de San Ildefonso, no lejos de Segovia.
Su primer intento de abdicación tuvo un éxito bastante fugaz cuando, en 1724, cedió la corona a su primogénito Luis I, aún demasiado joven como para estar preparado para sobrellevar semejante peso sobre sus delicados hombros. Pocos meses después, el joven monarca fallecía de viruelas y sin haber dejado preñada a la casquivana de su mujer. Como el otro príncipe era aún demasiado joven, Felipe V tuvo que retomar la corona y asumir de nuevo sus funciones, aunque persistía siempre en su decisión de volver a abdicar la corona... Su mujer Isabel acabó por prohibir a la servidumbre de palacio que dejaran al abasto de éste papel, pluma y tinta, para evitar una segunda abdicación.
Felipe V se convirtió paulatinamente en un maníaco-depresivo a partir de 1727. Durante meses se negaba a que le afeitasen, que le cortasen las uñas de pies y manos, por miedo a que le envenenasen. Tampoco consentía cambiar de traje, y en consecuencia, su aspecto dejaba mucho que desear... Hasta tal punto llegó, que andaba con el traje ajado y cayendo en girones que Isabel remendaba constantemente. A veces tenía ataques de locura en los que alucinaba, afirmando que estaba muerto y se mordía los antebrazos.
Retrato de Don Felipe V (1683-1746), Rey de España, según L.M. Van Loo, 1739.
Llegó incluso a vivir de noche, obligando de paso a toda su corte en hacer lo mismo:
a las 8 de la mañana se acostaba, a las 12 de la noche se levantaba para tomar un frugal desayuno; a la 1 se vestía, iba a oír misa y recibía a los embajadores; a las 2 despachaba con sus ministros; a las 5 tomaba su cena con las ventanas cerradas; a las 6 de la mañana miraba por la ventana, jugaba con sus relojes y leía, cuando no se daban conciertos u obras de teatro para distraerle...
A veces caía en épocas de letargo, y en otras ocasiones era extremadamente nervioso, se irritaba por una nadería y era violento con sus médicos de cámara. En una ocasión, rehusó andar pues afirmaba que uno de sus pies era de menor tamaño que el otro. A esos momentos de locura, sucedían otros más apacibles recobrando lucidez y juicio. El peor año para él fue 1738. Sin embargo no fallecería hasta 1746, completamente desquiciado.
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