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lunes, 27 de febrero de 2017

DON CARLOS DE AUSTRIA


DON CARLOS DE AUSTRIA
el sádico hijo de Felipe II
 
 

Hasta sus últimos días, Felipe II recordaría con la mayor de las penas la noche del 18 de enero de 1568. Vestido con la armadura real, el Monarca más poderoso de su tiempo condujo a un grupo de cortesanos y hombres armados por los oscuros pasillos del Alcázar de Madrid «sin antorchas ni velas» al aposento del Príncipe Carlos, el hijo del Rey y su único heredero. Al despertarse y hallarse rodeado de hombres armados, Don Carlos exclamó: «¿Qué quiere Vuestra Majestad? ¿Quiéreme matar o prender?». «Ni lo uno ni lo otro, hijo», contestó Felipe II instantes antes de que el Príncipe se llevara la mano a la pistola cargada de pólvora que guardaba siempre en la cabecera de su cama. Un episodio recogido en detalle por Geoffrey Parker en el libro «Felipe II: la biografía definitiva».

El joven heredero fue arrestado, sin que nadie llegara a apretar el gatillo, y acusado de conspirar contra la vida de su padre. Días antes, uno de sus mejores amigos, Don Juan de Austria –hermano bastardo del Rey y a la postre héroe de Lepanto–, se había visto obligado a desvelar los planes de su sobrino al percatarse de la gravedad de su locura. El cautiverio de seis meses, lejos de calmar a Don Carlos, empeoró su salud mental y terminó costándole la vida en un arranque de demencia a los 23 años de edad. En medio de una huelga de hambre, el heredero de la Monarquía Hispánica se acostumbró a calmar sus calenturas volcando nieve en su cama y bebiendo agua helada, lo cual terminó consumiendo su quebradiza salud. Por supuesto, la propaganda holandesa acusó directamente al Rey de ordenar el asesinato de su hijo y argumentó que lo único que quería Don Carlos era acabar con la tiranía de su padre en los Países Bajos. El melancólico y misterioso carácter del Monarca, a su vez, prestó los ingredientes para que Giuseppe Verdi, recogiendo la leyenda negra, compusiera siglos después una de sus óperas más famosas: «Don Carlo».

Endogamia, malaria y una caída: las culpables

La propaganda holandesa, sin embargo, no podía estar más equivocada en este caso. Felipe II fue excesivamente permisivo con la actitud de Don Carlos, el cual arrastraba problemas mentales desde que era niño. Del Príncipe maldito se ha dicho, sin excesivo rigor, que siendo solo un infante gozaba asando liebres vivas y cegando a los caballos en el establo real. A los once años hizo azotar a una muchacha de la Corte para su sádica diversión: un exceso por el que hubo que pagar compensaciones al padre de la niña. No en vano, junto a su sobrino biznieto Carlos II «el Hechizado», el primer hijo de Felipe II es el máximo exponente de las consecuencias de la endogamia practicada por la Casa de los Habsburgo.

Hijo de Felipe II y María Manuela de Avis, los cuales eran primos hermanos por parte de padre y madre, Don Carlos solo tenía cuatro bisabuelos, cuando lo normal es tener ocho. Según estudios recientes (Álvarez G, Ceballos FC, Quinteiro C, «The Role of Inbreeding in the Extinction of a European Royal Dynasty»), la sangre de Don Carlos portaba un coeficiente de consanguinidad de 0,211 –casi el mismo que resulta de una unión entre hermanos y solo por debajo de Carlos II, un 0,254 –. No obstante, los trabajos históricos actuales consideran que los genes no estaban directamente relacionados con la locura del Príncipe. Así, según el hispanista Geoffrey Parker en su biografía sobre Felipe II, el heredero a la Corona fue un niño relativamente normal, de inteligencia media-baja, que no sufrió graves episodios de demencia hasta la edad madura.

Bien es cierto que, como le ocurrió a Felipe II, el Príncipe heredero se crió lejos de sus padres. Huérfano de madre a los cuatro días de nacer, Carlos quedó bajo la custodia de sus tías, las hijas de Carlos V que todavía no tenían compromisos matrimoniales, puesto que su padre estuvo ausente de España en los primeros años de su reinado. Con 11 años, una plaga de malaria asoló la Corte y afectó al joven, quizás más vulnerable que el resto por sus deficientes genes. La enfermedad provocó en el Príncipe un desarrollo físico anómalo en sus piernas y en su columna vertebral, que, a su vez, pudo estar detrás de la grave caída que sufrió a los 18 años de edad mientras perseguía por el palacio a una cortesana. Los médicos llegaron a desahuciar al joven, dándole apenas cuatro horas de vida, y un grupo de franciscanos trasladaron los huesos de San Diego de Alcalá a los pies de su cama solo a la espera de un milagro. Contra todo pronóstico, una arriesgada trepanación pudo salvar la vida del Príncipe Carlos; no obstante, pronto se evidenciaría que los daños cerebrales se presumían irreparables.

En los años previos a aquella caída, Don Carlos vivió su periodo más feliz en la Universidad de Alcalá de Henares, donde estudió junto a su tío, Don Juan de Austria, y Alejandro Farnesio, que contaban prácticamente su misma edad. Sin destacar en los estudios, sino todo lo contrario, el hijo del Rey al menos se contagió del ambiente juvenil y saludable del lugar. En 1560, Felipe II –juzgando aceptable su comportamiento– le reconoció como heredero al trono por las Cortes de Castilla.

Pero tras su caída nunca volvió a ser el mismo. Las fiebres que le afectaban periódicamente, recuerdo de la malaria, empezaron a repetirse con demasiada frecuencia. «Tiene un temperamento impulsivo y violento. A menudo pierde los estribos y dice lo primero que se le pasa por la cabeza», apuntó el embajador imperial en España designado en 1564 sobre el otro síntoma preocupante: sus radicales cambios de humor. Geoffrey Parker recoge en el mencionado libro las palabras del neurocirujano pediátrico Donald Simpson que ha estudiado el caso: «Mostraba la desinhibida malicia de un chico con un daño frontal en el cerebro».

Fugarse a Flandes para proclamarse Rey

Por el miedo de los embajadores a que se interceptaran sus informes y el Rey pudiera ofenderse, muchas de las actuaciones contra el joven no han podido ser documentadas y se basan en testimonios indirectos. Pero consta, por la correspondencia del embajador Nobili, que el hijo del Rey frecuentaba «con poca dignidad y mucha arrogancia» los burdeles madrileños y trataba con violencia al servicio. En una ocasión, Don Carlos arrojó por una ventana a un paje cuya conducta le molestó, e intentó, en otra jornada, lanzar a su guarda de joyas y ropa. También trascendió por aquellas fechas su intento público de acuchillar al Gran Duque de Alba, al que acusaba de inmiscuirse en los asuntos de Flandes.

Los conflictos entre padre e hijo no tardaron en llegar. Tras su recuperación, Felipe II le nombró miembro del Consejo de Estado en 1564, en un último intento por fingir normalidad, y barajó la posibilidad de casarlo con María Estuardo o con Ana de Austria, la cual sería posteriormente la cuarta esposa del Rey. Pero dentro de su mente enferma, sus prioridades eran otras. Obsesionado con los Países Bajos –en ese momento en rebeldía contra Felipe II–, contactó con varios de esos líderes rebeldes, como el moderado Conde de Egmont o el Barón de Montigny, para organizar su viaje a Bruselas, donde pretendía proclamarse su soberano. En efecto, el Rey en el pasado había sopesado la posibilidad de que su hijo gobernara allí, pero las actuales circunstancias políticas y la mala salud mental del Príncipe descartaban por completo esta opción.

En una reunión mantenida con Don Juan de Austria, al que pidió ayuda para fugarse a Italia, el Príncipe le comunicó sus planes. El general español le reclamó veinticuatro horas a su sobrino para tomar una decisión, e inmediatamente salió a informar al Rey. Advertido de la traición –según varios informadores–, Don Carlos cargó una pistola y pidió a su tío que regresara a sus aposentos. La pistola no pudo efectuar el disparo que habría matado al futuro héroe de Lepanto, puesto que fue descargada previamente por un cortesano, pero Don Carlos se abalanzó daga en mano contra Don Juan de Austria, que, superior en fuerza y habilidad en el combate, redujo a su sobrino. «¡Qué vuestra Majestad no dé un paso más», gritó, apuntándole con su propia daga.

Un adalid de la rebelión de los holandeses
 
 

Las noticias de esta agresión precipitaron los acontecimientos. Felipe II mandó el 18 de enero de 1568 encerrar a su hijo en sus aposentos. En los siguientes días –relata Geoffrey Parker en su libro– licenció a los servidores de su hijo y trasladó a éste a la torre del Alcázar de Madrid que Carlos V usó como alojamiento para otro distinguido cautivo: Francisco I de Francia, capturado tras la batalla de Pavía. La lectura de la correspondencia privada del joven sacó a la luz una conspiración, más bien el amago de una puesto que ningún noble le prestó mucha atención, para acabar con la vida de Felipe II. Y precisamente porque las cartas descubiertas cada vez elevaban más la gravedad de sus crímenes, el Monarca decretó su cautiverio indefinido en el Castillo de Arévalo.
 

Durante los seis meses que el Príncipe permaneció cautivo, en el mismo régimen que había padecido Juana «la Loca», fue perdiendo los pocos hilos de cordura que quedaban sobre su cabeza. Acorde a los síntomas clásicos de las personas que han padecido malaria, sufría súbitos cambios de temperatura, cuya mente enferma convirtió en peligrosos y mortales hábitos. Cada vez que padecía uno de estos ataques, ordenaba llenar su cama de nieve así como ingerir agua helada en grandes cantidades. En medio de sospechas infundadas sobre su posible envenenamiento, falleció el joven a los 23 años el 28 de julio de 1568, probablemente a causa de inanición (se había declarado en huelga de hambre como protesta).

Las vagas explicaciones de Felipe II y su empeño por destruir las cartas que incriminaban a su hijo –quizás buscando ocultar las miserias de su heredero– situaron su muerte en el terreno predilecto para alimentar la leyenda negra que los holandeses, franceses e ingleses usaban en perjuicio del Imperio español. La ópera «Don Carlo» escrita por Giuseppe Verdi siglos después y un drama del poeta alemán Schiller tomaron por referencia el ensayo «Apología», de Guillermo de Orange, que presenta la vida del Príncipe de forma muy distorsionada. El holandés inventó una relación amorosa entre Don Carlos y la esposa de su padre, Isabel de Valois, y colocó al joven como adalid de la independencia holandesa y al malvado Rey como el asesino de ambos. Más allá de una inocente literatura, este episodio se convirtió en el más importante pilar de la leyenda negra contra los españoles.

César Cervera, 2015 / in www.abc.es / El Príncipe maldito: La historia de Don Carlos, el sádico hijo de Felipe II que la leyenda negra convirtió en un màrtir.

lunes, 9 de abril de 2012

DON JUAN DE AUSTRIA



DON JUAN DE AUSTRIA

"el Bastardo Imperial"
1547-1578



Padre, madre e Infancia


En la época en que Carlos V de Austria (Carlos I de España) se encontraba en plena campaña militar contra los príncipes protestantes de la Liga de Esmalcalda, el emperador se distrajo momentáneamente entre los brazos de la hermosa germana Barbara Blomberg, la cual cayó encinta y dió a luz a un hermoso bastardo llamado Jerónimo en 1547. Madre e hijo fueron inmediatamente separados: Carlos V tomaba a cargo al pequeño que Barbara le había dado y, a cambio, le concedía una pensión con la que podía vivir decentemente. De hecho, la señorita Blomberg fue convenientemente casada con un comisario real del Ejército Imperial, del cual tuvo dos hijos más. Una vez viuda y malgastada su pensión, su precaria situación fue estudiada por Felipe II quien la mandó traer secretamente a España. Allí, Barbara Blomberg pasaría más de treinta años casi recluída y estrechamente vigilada, hasta su fallecimiento en la localidad cántabra de Colindres en 1598.



El secretismo acerca de la madre del bastardo imperial estribaba en la preocupación de Felipe II por salvar las apariencias y en mantener el prestigio de su progenitor. Barbara Blomberg, aparte de ser una mujer de gran belleza, era poco más que una prostituta a tiempo parcial según informes que llegaban a Madrid, que cambiaba con facilidad de amante y que mantenía relaciones "comerciales" con una propietaria de una casa de putas de la ciudad de Amberes. Con semejante currículum, era conveniente echar un tupido velo y relegar a la dama al más absoluto olvido.

Retrato infantil de Don Juan de Austria, según Sánchez-Coello.


En cuanto al pequeño Jerónimo, el emperador se hizo cargo de su educación, trasladándolo a España cuando éste contaba apenas 3 años de edad. Instalado en Leganés, su cuidado fue a cargo de Francisco Massy, tañedor de viola en la corte, y de la mujer de éste, Ana de Medina, hasta que en el verano de 1554, fue trasladado a la propiedad vallisoletana de don Luis de Quijada, ayudante de cámara de Carlos I de España, y conocedor de la secreta procedencia del niño, en Villagarcía de Campos. La esposa de don Luis de Quijada, doña Margarita de Ulloa, le educó y crió como uno de sus hijos y los Quijada se convirtieron en auténticos padres adoptivos de don Juan de Austria. En 1556, los Quijada se trasladaron a la localidad de Cuacos, cerca del monasterio de Yuste donde se había retirado el rey-emperador Carlos I-V, para que éste pudiera conocer de cerca a su hijo natural sin que éste supiera cual era el nexo de su persona con el soberano. Evidentemente, los rumores corrieron como reguero de pólvora...



Pero Carlos I no quería dar publicidad a sus devaneos y el secreto que rodeaba al pequeño don Juan permaneció siendo un secreto de familia que a duras penas fue sonsacado a don Luis de Quijada por la Infanta Juana (hija del emperador) en 1559, mientras que Felipe II no iba a desvelar al interesado su verdadera identidad hasta la celebración de una cacería en los alrededores de Valladolid. Aclarada la condición del joven don Juan de Austria, Felipe II le reconoció oficialmente como hermano suyo, haciéndole un hueco en el seno de la Familia Real Española y otorgándole una pensión. De paso, el rey hizo las gestiones necesarias para cambiar su nombre de "Jerónimo" en "Juan", en honor a un difunto infante español muerto en la infancia.

Iglesia o ejército?


Como mandaba la costumbre en el seno de la Familia Real Española, a los bastardos reales se les reservaba de antemano un destino nada halagüeño. Quizás para expiar los pecados carnales del progenitor, los reyes pensaban que era acertado encaminar los frutos de sus pasiones extramatrimoniales en el seno de la Iglesia y convertirlos en portentosos hombres del clero, eso si, dotados con los mejores obispados y, por qué no, con algún que otro capelo cardenalício. Era su modo de comprar el perdón divino entregando a su bastardo como rehén a la Iglesia de San Pedro.

Pero ése no iba a ser el caso de Don Juan de Austria que, a falta de ser Infante de España (cosa que le habría gustado sobremanera), prefirió emular a su progenitor en la carrera militar pues las armas le tiraban más que el báculo. Luis de Quijada, como cualquiera que se precie de ser caballero, dió a su pupilo una educación propia de hijo de casa noble entrenándole en los ejercicios más acordes: esgrima, tiro y caza.

Ya aceptado en el seno de la Familia Real, Don Juan tenía claro lo que quería hacer de su vida: dedicarse a la carrera militar. Adelantándose a Felipe II, le expresó su deseo de abrazar las armas, deseo que le sería finalmente acordado.

Su bautizo de fuego lo recibió en la Guerra de Las Alpujarras 1568-1570, donde debidamente asesorado por su antiguo mentor Luis de Quijada, y otros militares con amplia experiencia, pudo empezar su aprendizaje y ostentando la dirección de las operaciones. De allí pasaría directamente a liderar la flota de la Liga Santa contra los Turcos en 1571. Todas ellas serían victoriosas campañas militares gracias a las cuales Don Juan recogería los laureles de la fama, aunque en realidad, el éxito de sus empresas se debía en gran parte a la preciosa ayuda de Luis de Requesens, el duque de Sessa, el marqués de Los Vélez, Diego de Deza, el marqués de Mondéjar y el propio Luis de Quijada, depositario de la entera confianza de Don Juan, que formaban su Consejo Militar por expresa orden de Felipe II.

Cuadro conmemorativo de la victoriosa batalla naval de Lepanto en 1571: de izq. a derecha, Don Juan de Austria, el Príncipe Marco Antonio Colonna y Sebastián Veniero.


En realidad, Felipe II fue quien impuso a su hermano Don Juan como comandante de la Liga Santa a los demás aliados, argumentando que la Monarquía Hispánica era la mayor contribuyente a la liga. Pero en lo práctico, y a la hora de la verdad, ni Felipe II ni los aliados dejaron mucho margen de maniobra a Don Juan en la lucha naval contra los Turcos. Éste era asesorado por Luis de Requesens, Alejandro Farnesio de Parma (primo de Felipe II y de Don Juan), el príncipe Andrea Doria, y apoyado por el veneciano Sebastián Veniero y el príncipe romano Marco Antonio Colonna. En compensación, recibió toda la fama con la victoria de Lepanto que fue, de hecho, producto de la sorpresa y de la suerte.

Intrigas y mujeres


Las relaciones entre Don Juan y Felipe II fueron, por lo general, excelentes desde el principio. El rey siempre demostró buenas disposiciones acerca de su medio-hermano, manifestando cierto cariño y aprecio, aunque con el paso de los años se hizo palpable cierto distanciamiento.

Felipe II era autoritario tanto como rey como cabeza de familia y Don Juan dependía de las decisiones del primero, aunque se había convertido, gracias al impacto de sus actividades militares, en uno de los miembros más queridos y populares de la Familia Real. Es más, desde el oportuno fallecimiento del Infante Don Carlos, príncipe de Asturias (hijo único de Felipe II) en 1568, la figura de Don Juan de Austria ganaba peso en el organigrama de los Austrias Hispanos.

Retrato de Antonio Pérez (1540-1611), Secretario de Estado de Felipe II.


A raíz de esa creciente importancia, Antonio Pérez, secretario de Estado, empezó a tejer una intriga en la cual se preocupaba de ennegrecer la figura del bastardo, con el fin de presentarlo a ojos del rey como una amenaza en potencia para su corona. Por si fuera poco, el egocentrismo de Don Juan servía de cimiento para resaltar sus ambiciones personales a ojos de Felipe II: Don Juan intentó durante toda su vida borrar el estigma de su bastardía y, su empeño, acabaron por levantar sospechas en Felipe II, sabiamente exageradas por el celoso y ambicioso Antonio Pérez. Quizás por ello el rey decidió deshacerse de su medio-hermano mandándolo lejos de España, enviándolo a Italia con la excusa de preparar desde allí nuevas acciones contra los Turcos, acciones que nunca se llevarían a cabo evidentemente, porque la Liga Santa había sido disuelta y la Monarquía Hispánica atravesaba una de sus crisis financieras. En consecuencia, Don Juan de Austria pasaría en Italia nada más y nada menos que 4 largos años de inactividad forzosa (1572-1576), que sirvieron también a distanciarlos más si cabe el uno del otro. Por su parte, Don Juan en su estancia italiana, ganó inmensa popularidad gracias a la fama que ya venía arrastrando de su victoria de Lepanto (1571), siendo agasajado en contínuas fiestas celebradas en su honor y coleccionando amoríos por doquier, lo que contribuyó a aumentar sensiblemente su propio ego.

Si nunca se casó, el éxito de Don Juan de Austria con las mujeres fue más que notable y su retrato es una buena prueba de ello. No había heredado de su imperial progenitor el fatídico prognatismo Habsbúrguico, sino bellas facciones y una atlética complexión. De sus amores con Diana Falangola tuvo una hija en 1573, llamada Juana, cuando tres años antes ya había tenido de María de Mendoza su primera hija llamada Ana. En su estancia italiana tuvo un hijo varón que, por desgracia, falleció prematuramente. Pero sus sucesivas amantes intentaron utilizarle para conseguir algunos favores como esa tal Ana de Toledo, esposa del gobernador militar de Nápoles, que intentó sacar partido de su adulterio para meterse en asuntos políticos, lo que provocó un sonado escándalo.

Ni falta hace decir que su conducta sexual en Italia tuvo serias repercusiones en Madrid...

Don Juan de Austria, Gobernador de los Países-Bajos


En 1576 fallecía Don Luis de Requesens y Zuñiga, gobernador de los Países-Bajos desde hacía 3 años, sucediendo en el cargo al duque de Alba. Tras su muerte se habían sublevado el Norte y el Sur de esas provincias contra los excesos de las tropas españolas, y la situación ya venía empeorando desde la primera insurrección de 1568.

Entonces Felipe II decide nombrar como sucesor en el cargo a Don Juan de Austria, esta vez con plenos poderes y asumiendo en solitario el mando de los ejércitos allí destinados. Semejante nombramiento no fue, desde luego, bien recibido por Don Juan. Desprovisto de su precioso Consejo Militar, se iban a evidenciar sus limitaciones militares y políticas, especialmente en un momento en que se exigía mucho tacto y una gran habilidad diplomática para poner orden en ese nido de escorpiones. Y por otro lado, Don Juan sabía que aquellas provincias eran un atolladero donde todos sus predecesores en el cargo habían fracasado, por lo que bien podía interpretar el nombramiento de su medio-hermano como un regalo envenenado. Los españoles habían sido expulsados el mismo año y los privilegios flamencos habían sido confirmados en la "Pacificación de Gante", sin olvidar que la soldadesca había saqueado la ciudad de Amberes...

Asumiendo finalmente su nuevo cargo, Don Juan de Austria confirmó con el "Edicto Perpétuo" la susodicha "Pacificación de Gante" (1577), por el cual se comprometía a retirar las tropas españolas y respetar sus libertades, con la condición de mantener el catolicismo como única religión y que le aceptaran como gobernador. Sin embargo el príncipe de Orange y las provincias de Holanda y Zelanda rechazaron el pacto y Don Juan dió un giro en su política, rompiendo la tregua y atacando Namur. Ese ataque propició el retorno de los tercios mandados por Alejandro Farnesio, y entonces la situación no hizo sino empeorar dejando en evidencia que Don Juan no era el hombre adecuado para encaminar el proceso de pacificación.... Para colmo, Alejandro Farnesio acabaría asumiendo directamente el mando militar de las tropas enviadas por Felipe II, dejando a Don Juan de lado.

El asesinato de Juan de Escobedo


A instancias del sibilino Antonio Pérez, Felipe II nombró a Juan de Escobedo como secretario personal de Don Juan de Austria, con la misión de vigilar e informar a la corte de todos sus movimientos.

A pesar de su inicial misión, Juan de Escobedo se convirtió en el fiel y leal secretario de Don Juan y, al parecer, descubrió que el secretario de Estado Antonio Pérez mantenía una ilícita relación con Doña Ana de Mendoza, Princesa viuda de Éboli (supuesta amante y madre de 1 bastardo del rey Felipe II), y que ambos negociaban secretamente con los rebeldes neerlandeses a espaldas de Felipe II. Y el 31 de marzo de 1578 se desencadenó la sangrienta tragedia: Juan de Escobedo, molesto testigo de las intrigas de Pérez y de la Princesa de Éboli, cayó bajo las cuchilladas de unos matones a sueldo.

El asesinato de Escobedo fue convenientemente maquillado por Antonio Pérez, el cual presentó el crimen al rey como una ejecución por motivos de Estado. No sería hasta más tarde cuando Felipe II cayó en la cuenta de que Escobedo había sido víctima de una trampa y mandó apresar a su secretario y a la princesa. Antonio Pérez logró refugiarse en Aragón y de allí pasó a Francia, en cuanto a la Princesa de Éboli, fue duramente recluída de por vida en su palacio.

La muerte de Don Juan de Austria


Con la guerra y las tensiones diplomáticas, además del notorio desgaste físico, Don Juan de Austria se resentía anímicamente. Para colmo, la noticia del asesinato de su secretario personal a manos de Antonio Pérez y de la Princesa de Éboli, vinieron a empeorar su estado, convencido de ser víctima de un complot. En pleno conflicto contra los rebeldes, Don Juan fallece la primera semana de octubre de 1578 en la ciudad de Namur. Solo tenía 31 años de edad...

Las hipótesis más descabelladas se desataron entonces. Se creía a un probable envenenamiento ordenado por el Príncipe de Orange o por el propio Felipe II (cosa improbable), e incluso por mal de amores. Lo cierto es que es más plausible que Don Juan falleciera del tifus, un mal que hacía estragos por aquellas provincias en aquella época, y que fue sin duda agravado por su agotamiento físico y moral.



En 1579, los papeles personales de Don Juan llegaron a manos del rey Felipe II, quien pudo comprobar que su medio-hermano siempre le había sido fiel y leal muy a pesar de los viperinos informes que le había suministrado Antonio Pérez, para ennegrecerle. Para expiar su juicio erróneo, Felipe II mandó exhumar el cadáver de su hermano, entonces enterrado en la catedral de Namur, para trasladarlo al Panteón de los Infantes del monasterio de El Escorial, con todos los honores debidos a un miembro de la Familia Real Española. En suma, el último deseo de Don Juan de descansar cerca de los restos de su padre se vieron cumplidos...

Nota:




Ana de Mendoza (1540-1592), IIª Duquesa de Francavilla G.E., Condesa y Princesa de Melito, Marquesa de Algecilla, Condesa de Ali, Princesa de Éboli y Duquesa de Pastrana.
Hija de un virrey del Perú -Diego Hurtado de Mendoza, 1er Duque de Francavilla, y de Catalina de Silva-, mujer de armas tomar y gran temperamento, heredera de una de las 3 mayores fortunas de España, casó en 1559 con el noble portugués Don Ruy Gómez de Silva, privado del rey Felipe II, quien les concedió los títulos de "Príncipes de Éboli y Duques de Pastrana". Tuvo gran influencia en la corte española hasta que su marido falleció en 1573, y se retiró entonces a un convento hasta que, en 1576, volvió a la corte donde tejió intrigas con Antonio Pérez contra Don Juan de Austria. Involucrada en el asesinato de Escobedo, secretario de Don Juan, fue recluída por orden de Felipe II y, finalmente, declarada loca y encerrada en sus aposentos del palacio ducal de Pastrana. La leyenda cuenta que perdió su ojo derecho en un combate de esgrima, aunque algunos historiadores se inclinan por la teoría de que el parche tapaba un defecto ocular...