LA DEMOCRACIA AL FILO DE LA NUEVA EDAD MEDIA
"Vamos hacia un nuevo Siglo de las Luces, esta vez apagadas."
in El País, de la viñeta de El Roto, 15 de octubre de 2007.
Ante todo quiero agradecer la invitación de Philippe Ollé-Laprune y de la Casa Refugio Citlaltépetl a participar en este coloquio, que entiendo como un homenaje al líder africano de Burkina Faso Thomas Sankara. Y creo que la mejor manera de homenajear a este combatiente por la libertad de su país y de todo el continente africano consiste en formular algunas reflexiones sobre el estado de la democracia en el mundo, y en particular en América Latina.
A lo largo de la historia de Occidente se han formulado varias ideas acerca de la democracia y, sobre todo, se han observado diversas prácticas de la misma. La más antigua y a la que remiten todas es la idea de democracia ensayada por los griegos, de la cual eran excluidos, sin embargo, los esclavos, las mujeres y los extranjeros (entonces llamados metecos, hoy conocidos como inmigrantes, cuando no se trata de exiliados); no eran excluidos, en cambio, los ciudadanos entregados a las más variadas experiencia sexuales, que no eran objeto de una vigilante mojigatería. Esto nos permite afirmar que desde sus orígenes la democracia nunca ha sido totalmente incluyente, y por esta razón conviene reflexionar críticamente en torno a esta y otras de sus carencias. Un examen así es muy necesario ahora que sus apologistas la han convertido en panacea y condenan por antidemocráticos a aquellos que se atreven a señalar los agujeros negros en el ejercicio de la misma. Por desgracia, con frecuencia la democracia es, como decía Julio César a propósito de la república, sólo una palabra.
Aun cuando durante cierto tiempo la república de Génova respetó los derechos comunales acabó siendo un instrumento de la aristocracia, como ocurrió en la república de Venecia (en la que un moro sólo puede ser su estratega en una obra literaria) y, sobre todo, en la república de Florencia.
La democrática convención francesa proclamó los derechos del hombre y del ciudadano, pero no incluyó en ellos a las mujeres (la famosa Marianne es, más que un símbolo, una metáfora de la república) ni a los esclavos negros de sus posesiones en el Caribe. Y es poco menos paradójico el hecho de que un liberto como Toussaint Louverture haya atentado contra esos derechos en Saint Domingue (hoy Haití) cuando quiso imitar a Napoleón Bonaparte en su antidemocrática voluntad de poder absoluto.
La democracia moderna inició su actual recorrido en Francia y en los USA, y desde el principio no dejó de ser blanco de la crítica aun por quienes la celebraron con entusiasmo, como Alexis de Tocqueville, que añoraba las virtudes del antiguo régimen al igual que Stendhal.
En La democracia en América escribe Tocqueville:
"En los gobiernos aristocráticos los hombres que llegan a los negocios públicos son ricos que no desean sino el poder. En las democracias los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer fortuna. / Se sigue de esto que en los Estados aristocráticos los gobernantes son poco accesibles a la corrupción y no tienen sino un gusto moderado por el dinero, en tanto que lo contrario sucede en los pueblos democráticos."
Confirma esta percepción la generalizada corrupción gubernamental que prevalece en las democracias contemporáneas y que en su amplio recorrido va de Corea del Sur y México a España y los USA. ¿Habrá alguna democracia en donde el publicano no sea como la mujer adúltera y pueda arrojar la primera piedra? Sinceramente, lo dudo.
Raymond Aron hizo diana al caracterizar a los USA como "la república imperial", pues mientras que ese país era hasta cierto punto democrático en el interior (la democracia no incluía a los negros), en el exterior era antidemocrático. En tiempos de Aron los gobernantes de los USA hicieron prevalecer la democracia en su territorio, pero al mismo tiempo patrocinaron y/o apoyaron a numerosos regímenes militares en África, Asia, América Latina y aun en Europa (España, Portugal y Grecia). Sufragaron el golpe de estado encabezado por Pinochet en Chile y respaldaron a los militares en Argentina, Brasil y Uruguay de la misma manera que lo habían hecho con las dictaduras de Somoza en Nicaragua, de Strossner en Paraguay y de Papá Doc (Duvalier) en Haití. En su guerra contra los soviéticos apoyaron a dictadores como Ngô Dinh Diêm en Vietnam; en Camboya se asociaron con el dictador Lon Nol y fueron cómplices de los jemeres rojos de Pol Pot que en menos de cuatro años asesinaron a dos millones de personas (la cuarta parte de la población total del país). En África nunca le declararon la guerra a Bourguiba, a Idi Amín o a Bokassa y jamás condenaron el apartheid en Sudáfrica y Rodesia (hoy Zimbabwe). Hacia el final de la guerra fría (no antes) apoyaron la lucha por los derechos del hombre en el interior del imperio soviético, pero al mismo tiempo se dieron a la tarea de disminuirlos al profundizar las desigualdades económicas dentro y fuera de su territorio. Celebraron esta política de la desigualdad tanto en países democráticos como Inglaterra (en donde la señora Thatcher se ensañó con los escoceses y, más aún, con los inmigrantes de sus excolonias), como en los países en donde aún prevalece el engaño de que algún día serán desarrollados si se someten a los lineamientos de instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, cuando en realidad la mayor parte de sus habitantes caminan a marchas forzadas hacia un régimen de servidumbre que sería la envidia de los antiguos zares.
Tras el derrumbe del imperio soviético los gobernantes de los USA apoyaron la democratización a marchas forzadas en Rusia y en Europa central, sin reparar en los excesos que conducirían a nuevas formas de poder dictatorial en la Rusia de Yeltzin y de Putin, en la Polonia hasta hace muy poco sometida (por fortuna sólo durante dos años), al oscuro poder de los siameses Kaczynski, en la Ucrania de las mafias y en la Rumania post Ceausescu que producen neometecos y neoesclavas sexuales al por mayor. En la actualidad los gobernantes de los USA están demostrando que es imposible imponer la democracia mediante el terror militar en algunas regiones de Asia y Medio Oriente como Afganistán e Irak. Subrayo en algunas regiones porque en otras la democracia no es una prioridad para ellos. No abogaron por ella en la Ruanda de los genocidas hutus, ni les interesa en Chechenia, en Myanmar (la antigua Birmania) ni, menos aún, en Arabia Saudita, feudo de la dinastía Al-Saud hoy representada por Abdullah Bin Abdelaziz, socio petrolero de algunos gobernantes de los USA.
Al margen de esos dudosos procesos de democratización, el punto de partida del establecimiento de la democracia en tiempos recientes es la España de la transición encabezada por Adolfo Suárez. A esta experiencia siguió la de Portugal. Más tarde se sumaron a ella en América Latina Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y otros países de la región que estuvieron sometidos a regímenes dictatoriales o autoritarios. En África el caso más notable es el de Sudáfrica.. Tras el triunfo electoral de Mandela se procesó a numerosos esbirros de los antiguos poderes dictatoriales y, tras la confesión de sus crímenes, se les dictaron sentencias cuyo signo distintivo fue el perdón.
Desde hace poco hay en México una democracia que es, más que incipiente, sui generis. Tras más de setenta años de hegemonía autoritaria de un partido único (llamado sucesivamente PRM, PNR y, finalmente, PRI, y que fue más longevo que el PCUS), el PAN desalojó al PRI de la presidencia, pero no se deshizo de los hábitos autoritarios y corruptos del sistema político corporativo creado por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles y afinado por Lázaro Cárdenas.
En junio del año 2000 el electorado mexicano celebró la derrota del PRI aun cuando no pocos sabían que el ganador del PAN, Vicente Fox, no era el estadista ideal, y no se equivocaron: su sexenio no introdujo ningún cambio significativo en el sistema autoritario. Sí, en cambio, reiteró los vicios que habían caracterizado al antiguo régimen: patrimonialismo, nepotismo, paternalismo (llamado liberalismo social desde la presidencia de Carlos Salinas) y corrupción. Es verdad que el poder presidencial se vio limitado en algunos aspectos, pero esto no se debió a un afán democrático, sino a que el partido del presidente no contaba con la mayoría en las cámaras, en donde la oposición, encabezada por los continuadores del priismo, tampoco introdujo cambios importantes en el sistema. Al contrario: mantuvo en pie las prácticas antidemocráticas del pasado, empezando por la corrupción.
Además del apoyo que recibió de empresarios y medios de comunicación (nada inusual en las democracias actuales), Felipe Calderón pactó con la dirigente del SNTE, Elba Esther Gordillo, un voto corporativo que, no obstante su escaso margen de ventaja en las elecciones, mantiene al PAN en la presidencia en un régimen de supuesta alternancia que no es ajeno al autoritarismo corporativo del PRI. Los cambios políticos en México parecen responder a la divisa de Tancredo Falconieri, el personaje principal de Giuseppe Tomasi de Lampedusa en Il Gatopardo: "Hay que cambiar para que nada cambie", o: hay que cambiar para que todo siga igual.
Una y otra vez se repite la famosa frase de Churchill a propósito del régimen democrático: "La democracia es el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás." No exenta d e ironía, esta afirmación es una verdad extraída de la práctica, y eso que Churchill no fue un nativo sometido al régimen colonial británico en la India. Ni en Sudáfrica, ni en Sudán, ni en ninguna otra de las antiguas posesiones y colonias inglesas. Pero nadie en su sano juicio preferiría vivir en un régimen dictatorial o, peor aún, totalitario, a menos que fuese el dictador, el duce, el führer o el camarada secretario general. Sin embargo, la democracia moderna no es la misma en todas partes, ni es igual para todos en el interior de cada país.
La democracia peruana no es igual a la suiza, ni la panameña a la belga, ni menos aún la egipcia o la de la llamada república transicional de Nigeria a la de la República Checa, que se permitió elegir como presidente a un poeta, Vaclav Havel, de la misma manera que antes, durante la primera república, eligió a un filósofo, Mazarik.
No es igual la democracia en Francia para un francés que para un argelino, ni en Inglaterra para un inglés que para un indio, ni en los USA para un norteamericano que para un mexicano. En todas las democracias hay, además de diferentes clases sociales, diferencias étnicas y grandes diferencias económicas (cada vez más profundas), diferentes grados de participación política (no es lo mismo ser candidato de un lobby que anónimo elector), diferentes posibilidades de acceso a la salud, a la educación y a la cultura (determinadas por la posición económica, el origen étnico o el sexo). El pasado 19 de octubre se publicó en el diario español El País un artículo del economista norteamericano Paul Krugman, en donde afirma que la la pobreza de muchos millones de norteamericanos sólo les da risa a los conservadores que allí gobiernan. En la parte final del artículo escribe Krugman: "De modo que, en Estados Unidos, si usted es pobre, o está enfermo, o no tiene seguro, debe acordarse: esa gente [los neoconservadores] cree que sus problemas son divertidos".
Pero lo más grave de todo esto es que estas diferencias se ahondan cada vez más debido a la vocación medieval de la mayoría de los actuales gobernantes que, independientemente de autodesignarse neoconservadores, neoliberales o neo-lo-que-sea, disfrutan por igual el darwinismo social que impide el bienestar a la mayor parte de la población. Frente a este tipo de gobernantes hay quienes aspiran a gobernar, pero su radicalismo social (sólo discursivo) les resta credibilidad. A su manera, unos y otros son proclives a uno de los excesos que atentan contra la democracia según advertía Montesquieu: actúan guiados por el espíritu de las desigualdades, que conduce a la aristocracia, o están poseídos por el espíritu de igualdad extrema, que conduce al despotismo. Sólo añadiría a esta advertencia de Montesquieu que hoy esa aristocracia advenediza ya no es pobre como en los orígenes de la democracia moderna y, a diferencia de los aristócratas del pasado, tiene una afición desmedida por el dinero.
Además, instituciones tan nefastas como las iglesias más poderosas del planeta tratan, en convivencia con las corporaciones nacionales o internacionales (gremios gubernamentales, bancarios, bolsísticos, financieros y de servicios, entre otros), de mantener por la fuerza o de recuperar de igual modo sus antiguos privilegios, y por estos medios instaurar una nueva Edad Media tanto en Oriente como en Occidente. Este intento de restauración o de mantenimiento de la Edad Media en el Oriente Medio y Lejano es protagonizada por las diversas jerarquías religiosas del Islam, sean sunitas o chiítas. En Occidente presenta dos modalidades. La primera ha sido puesta en marcha por ese cruzado anglosajón de los tiempos modernos que hoy está sentado a la diestra de Dios Padre en el Salón Oval de la Casa Blanca. La segunda se apoya sobre todo en dos jerarquías religiosas situadas a la vanguardia de esta embestida, encabezada por el papa fundamentalista de Roma y exsecretario del Santo Oficio, Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI. Estas jerarquías son la de España y la de México. En España el fundamentalismo católico está representado por una legión de déspotas purpurados anclados en el pasado franquista y atrincherados en el Partido Popular; en México lo encarnan cardenales y arzobispos de la época del papa Borgia y uno de los gremios más poderosos del Partido de Acción Nacional: el Yunque de los Millonarios de Cristo. Tal vez no pase mucho tiempo antes que estos primados y sus sicarios vuelvan a encender las hogueras, ahora para quemar a todos aquellos inconformes con el hecho de ser miserables, pobres, marginados, desempleados, emigrados y, para colmo, relativistas.
Sin embargo, esta peligrosa situación sólo produce como respuesta en casi todo el mundo la falta de interés en la democracia, en los partidos políticos, en los candidatos a los puestos públicos y en los procesos electorales, o, peor aún, la irresponsabilidad del electorado que acude a las urnas desprovisto de sentido común, o se siente obligado a votar por cualquier advenedizo. Y esto confirma otra ironía de Churchill: "El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio". En ese momento se llega a la conclusión de que la frase hecha: "un hombre, un voto" debería ser: "un votante, un tonto".
Todo esto demuestra que tal vez Carlos I de Inglaterra no se equivocó cuando dijo, poco antes que le cortaran la cabeza: "La democracia es una broma griega". Convertir la democracia en panacea y creer piadosamente que la fórmula 50 % más 1 de los votos es mayoría dan pie a la ironía y al sentido común de Borges al afirmar: "La democracia es una superstición muy difundida, un abuso de la estadística". Y así, por el camino de las supersticiones y de las precarias estadísticas marchamos felices, entonando loas al Altísimo, rumbo a la Nueva Edad Media, que amenaza con no ser tan provisional como el reino de los mil años con el que amenazaba Hitler (catapultado al poder debido precisamente a la fragilidad de la democracia), sino tan longevo como el pasado de las iglesias monoteístas.
Julián Meza.
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