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lunes, 30 de abril de 2012

CURIOSIDADES -26-



La reina Elizabeth I de Inglaterra e Irlanda (1533-1603) tenía un altísimo concepto de su papel de soberana y de lo que debía representar para sus súbditos y visitantes foráneos. Desde el primer día de su subida al trono, como sucesora de su medio-hermana María I (17 de noviembre de 1558), puso el listón muy alto en lo que a su corte se refiere.

En primer lugar, cabe reseñar cómo utilizó políticamente la moda para reforzar su imagen de monarca. La profusión de joyas y piedras preciosas cosidas en sus opulentos vestidos, junto con las telas más preciadas, caras y elaboradas (sedas, terciopelos) y las grandes gorgueras de encaje holandés almidonado, contribuían sobretodo a transmitir e incrementar la confianza nacional en su régimen, mediante la ostentación y la opulencia visual. Por tanto, hemos de tener por fidedignos los retratos de la reina en los que aparece con lujosos vestidos salpicados de perlas y pedrería que conformaban su nada despreciable colección personal de alhajas.
Su primer gesto al respecto fue, sin duda alguna, el día de su solemne coronación en la Abadía de Westminster (15 de enero de 1559), en la que el gran despliegue de ostentación y pomposidad formaban parte de su política de propaganda, pese a ser Inglaterra un reino más bien pobre y sin grandes recursos por entonces.

Naturalmente, a su juego propagandístico se incluía no solo su persona como reina y mujer, sino todo el conjunto de su corte que tenía que ser a imagen y semejanza de la soberana: belleza, elegancia, encanto, riqueza,... eran los requisitos imprescindibles.

Rehusó siempre admitir en su presencia o a su servicio cualquier persona que fuera físicamente desagradable: los feos y las feas le disgustaban enormemente. En cierta ocasión, rechazó dar empleo a un joven porque le faltaban los dientes de delante.

Tampoco toleraba que se le desobedeciera bajo ningún concepto. Sus damas de compañía y de honor debían ser todas solteras y adoptar un comportamiento acorde a su condición, observando la castidad. Si se enteraba que una de ellas se había casado en secreto sin haber solicitado previamente su permiso, entraba en una cólera difícil de calmar y las consecuencias podían ser terribles para los enamorados.
Nadie, de la clase social que fuere, incluyendo sus cortesanos más cercanos, podían dirigirse a ella sin hincar primero una rodilla en el suelo como muestra de respeto y sumisión. Obviamente, cuando Su Graciosa Majestad entraba en una estancia, todo el mundo debía levantarse y permanecer en pie hasta que ella decidiese lo contrario.

Durante las épocas estivales, Elizabeth I solía salir de su itinerario habitual (Londres, Richmond, Windsor, Hampton Court,...) para hacer una gira por las provincias acompañada por el grueso de la corte y del aparato de Estado, siendo lujosamente acogida y hospedada en numerosas mansiones campestres de la nobleza del lugar que visitaba; todo aquello ocasionaba no pocos quebraderos de cabeza a sus cicerones ocasionales que, en muchos casos, solían arruinarse en grandes fiestas, opíparos banquetes y fastuosas cacerías para agasajar a la soberana y a todo su séquito, y que ellos no se habrían permitido nunca en otras circunstancias.
Famosa fue la anécdota en la que, siendo huesped de su amigo y favorito Sir Robert Dudley, Conde de Leicester, se quejó de que, desde las ventanas de su habitación no podía ver el jardín. En una sola noche, y para solventar ese inconveniente, Robert Dudley mandó a todo un ejército de jardineros "crear" un delicioso jardín que, para mayor sorpresa de todos y de la interesada, apareció milagrosamente ante sus ojos a su despertar.

Ya desde su infancia, tuvo en horror el matrimonio; la suerte de su madre Anne Boleyn y de Catherine Howard (cuando tenía 8 años de edad), le marcaron psicológicamente; por ello y en parte, Elizabeth I siempre se negó a acceder a las múltiples propuestas matrimoniales que le hicieron a lo largo de su reinado. Aún princesa y en vida de su medio-hermano el rey Eduardo VI, declaró:

-"¡Jamás me casaré!".

Existieron dos motivos capitales para convencer a Elizabeth I de que el matrimonio no le convenía de ningún modo al país y a ella misma: uno de ellos fue la experiencia vivida por su antecesora en el trono, María I, que casó con Felipe II de España y cuya unión fue un fracaso en todos los sentidos, tanto políticos como personales. El segundo motivo era la tradicional sumisión de la mujer al hombre desde el momento en que ésta contraía matrimonio, lo que habría supuesto para Elizabeth I el tener que ceder parte de su poder a un consorte, y a vivir una situación conyugal tensa e insostenible a imagen y semejanza de su prima María I de Escocia; eso habría repercutido negativamente en los asuntos y la buena marcha del reino. En cualquier caso, Elizabeth I no estaba dispuesta a ceder ni un ápice de sus atribuciones a nadie, y mucho menos a un marido sobre el que no tenía autoridad por ser una hembra.
Siempre presionada por sus consejeros para que casara y diera descendencia con el fin de asegurar una mayor estabilidad a la Corona, jamás cedió. Fue ella quien, un día, dejó bien claro a su Consejo que no tendría más marido que su propio país:

-"Estoy preparada para tomar esposo, y ése es el Reino de Inglaterra."

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