¿PELIGRA LA CORONA ESPAÑOLA?
Creer que el escándalo que se ha montado entorno a la accidentada escapada del Rey de España a Bostwana, hace peligrar la Corona, es pecar de ingénuos. Harían falta un cúmulo de escándalos como éste para tumbar a un Jefe de Estado y, aún así, en España suele ir la cosa por derroteros muy distintos a los europeos, y me refiero al otro lado de los Pirineos.
DE CASTA LE VIENE AL GALGO
En la familia Borbón siempre se ha cazado; es un deporte tradicional que se ha cultivado desde siempre. Solo tenemos que echar un vistazo al álbum familiar de los Condes de Barcelona donde, tanto Don Juan como Doña Merecedes, aparecen blandiendo fusiles con trofeos de caza a sus pies. Juan-Carlos I no iba a ser menos...
Fue Carlos III quien se prescribió a si mismo el ejercicio diario de la caza, porque andaba convencido que la ociosidad y la falta de actividad física mermaban la salud mental. Tenía por ejemplos más ilustrativos a su padre Felipe V y a su medio-hermano y antecesor en el trono Fernando VI, y eso que Felipe V cazó lo suyo y su madre, Isabel Farnesio, pasaba por ser una consumada diana cazadora en sus tiempos mozos. Su bisabuelo paterno, el Gran Delfín Luis de Francia, no tuvo más ocupaciones que la de leer necrológicas y erradicar al lobo de la Isla-de-Francia hasta exterminarlo. Su tatarabuelo, Luis XIV, y demás ancestros, también fueron consumados nemrods... La tara mental venía del lado de los Wittelsbach, personajes bizarros, excéntricos siempre atormentados y apesadumbrados que transmitieron sus neuras a los biznietos del Rey-Sol, y que fueron agravados por la educación castradora del catolicismo más oscurantista impartida al entonces Duque de Anjou que, de francés pasó a español y aterrizó en una tierra cuna de la siniestra Inquisición y de la religión más exacerbada. Solo hay que enumerar a todas las vírgenes que se adoran en España para comprender hasta qué punto llega la irracionalidad de sus nativos. Pasaremos por alto a sus santos alegremente desmembrados y repartidos por toda la piel de toro. No nos ha de extrañar, por tanto, que los Borbones españolizados se sintieran a gusto en unos reinos (a excepción de uno) donde los veneraban como dioses y reían sus gracias, sus chascarrillos y sus salidas de tono tildándolos de "campechanos", e interpretando su centralismo totalitario como un sentimiento nacionalista aún a precio de pisotear fueros y leyes anteriores a la monarquía bicéfala de los Reyes Católicos. Si los Duques de Alba andaban a sus anchas por Andalucía como si fuera su finca particular y encima encuentran todavía a quien les jalea, los Reyes hacían lo propio por España y la trataban como lo que era: su gran finca, su coto de caza. En fin, si queréis encontrar un ejemplo ilustrativo de esa España, echad un vistazo a la película
"Los Santos Inocentes" del lúcido director y guionista Mario Camus.
CRÍTICA A LA CORONA
Sin duda, es legítimo criticar la inoportuna estancia del monarca a un país africano para cazar elefantes en un momento tan tenso, socialmente hablando, y con un panorama económico deplorable agravado por los intolerables recortes de derechos y prestaciones sociales llevadas a cabo por el actual Gobierno.
En cualquier caso, de no haberse accidentado el soberano, hemos de tener por seguro que la noticia de su cacería en Bostwana no habría saltado jamás a la palestra, ni siquiera habría traslucido, a sabiendas de la ley del silencio que impera en España sobre las actuaciones privadas de Juan-Carlos I y protege al conjunto de la Familia Real, y que se ampara en un artículo de la Constitución que califica cualquier crítica o satirización pública de las actuaciones del Rey de "injurias" legalmente punibles. Tenemos el ejemplo, no tan lejano, de la famosa portada de El Jueves, cuando satirizaron y caricaturizaron a los Príncipes de Asturias. Para muestra, un botón. Cosa jamás vista en el resto de las democracias occidentales pero si comparable con las monarquías absolutistas musulmanas.
El hecho es que el Rey eligió un mal momento para irse de cacería. Su escapada se ha interpretado como un gesto de literal "recochineo", después de haber declarado públicamente que el paro juvenil (el más alto de toda Europa) le quitaba el sueño para, acto seguido, dormirse en pleno evento. Su gran discurso navideño, en el que remarcaba que la ley era igual para todos (¿aludiendo a su yerno?), también se ha vaciado de contenido al percatarse la gente de la calle que siempre habrá dos clases de justicia en este país y que tanto el Rey como la Familia Real están por encima del bien y del mal, por encima del común de los mortales y, justo después de ellos, los políticos y magnates de la banca sospechosos de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias, nepotismo, especulación y corrupción.
Para colmo, se supo que, no contento con perseguir elefantes indefensos, fusil en mano, por la bagatela de 30.000 €, Su Majestad andaba en compañía de una princesa alemana de ilustre abolengo, Corinne zu Sayn-Wittgenstein, mientras la regia consorte pasaba la Semana Santa en Grecia con su familia. A una supuesta historia de cuernos, se sumó el accidente del nieto, que no encontró nada mejor que entretenerse pegándose un tiro en el pie con una escopeta de balines, a una edad en la que es ilegal y denunciable el uso de tales armas. El excéntrico padre de la criatura, Jaime de Marichalar y Sáenz de Tejada, ex duque de Lugo, habría tenido problemas con la justicia de no ser el ex marido de la Infanta Elena. A otro se le habría caído el pelo y costado un riñón en multas.
De más lejos viene el turbio papel del otro yerno real, Iñaki Urdangarín, supuestamente mezclado en una trama de verdaderas estafas y cobros injustificables a instituciones públicas, parapetado tras una fundación que cumplía con cometidos que nada tenían que ver con sus estatutos fundacionales. La voracidad de Urdangarín saltó finalmente a la primera plana de los rotativos al tirarse del hilo del Caso Palma Arena, descubriéndose todo un entramado que alcanzaba de lleno al yerno, a su socio y a personalidades del Partido Popular de un lado y otro del Mediterráneo.
Que el Rey se desmarcara de los tejemanejes del marido de su segunda hija y lo convirtiera en una
persona non grata en los actos públicos de la Familia Real, condenándole a un aparente ostracismo zarzueliano y dejando que la justicia le imputase, no ha servido para evitar que la gente se preguntara sobre el grado de complicidad de la Infanta Cristina y hasta qué punto estuvo al tanto de las desmedidas ambiciones económicas del cónyuge.
EL ERROR DE LA CASA REAL
Desde un principio, Juan-Carlos I quiso protegerse de cualquier crítica y responsabilidad a todos los niveles posibles, y lo consiguió gracias a la aprobación de la Constitución de 1978 que nos hicieron tragar con un "si o si" porque no había nada más. Era eso o nada. Después de 40 años de dictadura, durante los cuales la familia Franco trató a España como su propiedad, tocaba la monarquía constitucional y parlamentaria, pero a nadie le tentó proponer el retorno al régimen anterior a 1936 o convocar un referéndum, sencillamente porque los "Padres" de aquella transición política eran todos afines al desaparecido dictador o a la monarquía exiliada desde 1931, y notablemente anti-izquierdas.
Si en un principio fue una maniobra lógica del monarca en un delicado momento en que sucedía a un dictador ante el cual había jurado las leyes del Movimiento Nacional, y que se disponía a traicionar para cambiar el régimen y obtener una mayor aceptación ante el mundo occidental (requisito imprescindible para que el país saliera de su aislamiento y reintegrase su antiguo puesto en el mapa europeo), era obvio que Juan-Carlos I lo hacía temiendo la esperada
vendetta de la vieja guardia franquista. Con el paso de los años y después de su triunfal actuación como garante de la joven democracia durante el grotesco episodio del 23-F, Juan-Carlos I supo dar un paso atrás para dar más protagonismo y poder de decisión al Parlamento y a los políticos, siempre y cuando no pusieran en entredicho sus privilegios de Jefe de Estado. Persistió en su papel de persona sacro santa e intocable y, sobreprotegido por el PSOE, el Gobierno tapó cualquier desliz real y acalló cualquier escándalo para evitar dañar la imagen pública de la Corona cuando, en otras democracias con monarquía parlamentaria o régimen presidencialista, la prensa y los medios occidentales tenían la libertad de criticar, satirizar, parodiar o denunciar a los Jefes de Estado, fuesen reyes o presidentes. El Rey de España se convirtió, sin duda alguna, en la envidia del Gotha Europeo y, aprovechando aquella baza, Juan-Carlos I iba y venía cuando le venía en gana, haciendo y deshaciendo sin restricciones ni control, asociándose a personajes que no se habrían admitido en Buckingham Palace ni por asomo.
El único choque del Rey fue con el PP de Aznar, que le ninguneó y le amargó la fiesta a lo largo de ocho años de mandato, por lo que no nos ha de extrañar que echase de menos al PSOE y se alegrase cuando volvió al poder después del fatídico 11-M.
En cualquier caso, el Rey seguía estando en una nube, cálidamente arropado por la clase política convertida en una casta de privilegiados atiborrados de sobresueldos y comisiones, defendido por los medios de comunicación de más que dudable parcialidad, que arremetían con documentales sobre el papel clave del monarca durante un 23-F cuyas verdades aún no han sido desclasificadas. Todo eso contribuyó a que se confiara demasiado y se durmiera en los laureles que descolgó en 1981. Hasta ahora.
Su patinazo en Bostwana, que no ha podido ser tapado ni acallado por el aparato de La Zarzuela y La Moncloa dada la gravedad de su accidente, parece haber sido un punto de inflexión, de reflexión también para él. El Rey es demasiado viejo para corretear en safaris y tras las faldas como en sus tiempos mozos. La disculpa y el acto de contricción pública eran obligatorios pero, ¿es bastante?
La crisis, que dura ya demasiado y no tiene visos de solucionarse satisfactoriamente, sumada a los escándalos de corrupción política, a la actitud servil de los principales partidos ante los intereses de la banca y del mercado, a la politización de la justicia, al paro y al despido masivo, al retroceso del poder adquisitivo, a los recortes de los derechos sociales y laborales, a las desmedidas actuaciones policiales, están removiendo las entrañas de la gente de la calle. El sentimiento de injusticia y el descontento se multiplican, y se agravan cada día más al constatar que, tanto la clase política como la Familia Real, salen indemnes de una crisis que solo se ceba con el mediano y pequeño contribuyente, y que ni siquiera tienen la decencia de apretarse el cinturón y renunciar a sus astronómicos sueldos y privilegios; privilegios y múltiples sueldos pagados, claro está, por la gente de a pie, por el verdadero contribuyente y el único que tira del carro y que, encima, se ve sometido a todo tipo de restricciones.
Más le valdría al Rey y a sus asesores poner los pies en el suelo y pensar en esta frase:
Con los años y el trabajo que cuesta hacerse una reputación y lo fácil que resulta arruinarla en un solo día.