LA REINA EMBRUJADA
Francia, 4 de Enero del Año de Gracia de 1305.
Desde la madrugada, una tremenda tempestad de nieve sopla sin descanso sobre la Champaña y las pobres gentes de la ciudad de Troyes se resguardan del frío en sus casas, a la vera del fuego del hogar. En el Palacio Episcopal, el obispo ha mandado cerrar todos los contravientos de las ventanas y debe, él también, calentarse ante la gran chimenea con un bol de vino caliente a mano.
El viento silba, sacude las insignias y aúlla en las calles desiertas. Nadie, desde luego, tendría la idea de abandonar el calor de su casa.
Sin embargo, sobre las dos de la tarde, dos jinetes salen en tromba de las caballerizas del palacio episcopal y se dirigen a las afueras de la ciudad. Cabalgan arropados en gruesas vestimentas de espesa tela y cubiertos por gorros de ala ancha que, en nada, se cubren de copos de nieve.
Repetidas veces, el más gordo de ambos, un hombre sexagenario con manos de asesino, de faz vulgar, con una proeminente y averrugada nariz, y con pequeños ojos porcinos, echa una mirada atrás con inquietud. Inquiere a su compañero de viaje:
-¿Estás seguro de que no nos han seguido?
-No, no. No había ni un alma en las calles.
La catedral de Troyes, según un grabado sobre madera.
¿Quiénes son esos dos personajes?
El más delgado es un joven monje jacobino, Fray Jean de Fay. En cuanto al más gordo, el que lleva ropajes de vaquero, con semblante de bruto y las manos de un estrangulador, es sencillamente el obispo de Troyes en persona, Monseñor Guichard, que sale de su palacio y abandona la ciudad para dedicarse a menesteres misteriosos.
De momento, y los ojos cubiertos de nieve, enrabia y maldice a una mujer; prosigue, pese a que el lenguaje es bastante inesperado en boca de un prelado:
-Conseguiré desembarazarme de esta guarra y maldita arpía que pasa sus días haciéndose acariciar el joyel en la torre de Nesle...
¿De quién habla en estos términos tan ilustrativos? ¿De aquellas prostitutas, meretrices y mujeres de vida ligera? No; habla ni más ni menos que de la Reina de Francia, Juana de Navarra, esposa del rey Felipe IV "el Hermoso".
Sello episcopal del Obispo Guichard de Troyes.
Para comprender el odio que le anima contra la soberana, hay que remontarse a tres años atrás. En 1302, un escándalo había estallado en la corte de Blanca de Navarra, Condesa de Champaña y madre de la Reina de Francia. El tesorero del condado, el canónigo Jean de Calais, era sospechoso de un desvío de fondos. Asustado, y sin duda culpable, huyó para refugiarse en Italia.
La reina Juana había entonces acusado al obispo de Troyes, hombre de mala reputación aunque miembro del Consejo del Rey, de haber facilitado la huída del canónigo estafador. El obispo se defendió con vigor de tamaña acusación pero no evitó que la reina consiguiese su expulsión del Consejo Real.
Sin embargo, algunos días después, el 2 de mayo de 1302, la reina Blanca de Navarra, condesa de Champaña, cuya salud era entonces inmejorable, sucumbió brutalmente ante un mal misterioso que nunca se esclareció.
Casi de inmediato, un rumor acusador persistente, popular, corrió como reguero de pólvora por ciudades y campos señalando a Monseñor Guichard (que se libraba, según los dires y diretes, a prácticas mágicas y de brujería) como culpable de haberla expedido al otro mundo gracias a encantamientos maléficos. Naturalmente, dando crédito al rumor popular y dispuesta a perjudicar al odiado obispo de Troyes, Juana de Navarra se declaró convencida de su culpabilidad y ordenó una investigación en toda regla. Pese a los esfuerzos invertidos, nada se pudo probar y la investigación se vió truncada aunque, en las indagaciones colaterales, se hicieron descubrimientos no menos macabros para mayor satisfacción de la soberana: se le imputaba, supuestamente al prelado, nada menos que cuatro crímenes de sangre. La policía del Rey le acusaba del asesinato del cura de la localidad de Laubressel, de un pescador y de dos campesinos.
Casi de inmediato, la reina ordenó la apertura de una nueva investigación que tenía visos de tener más éxito que la anterior. Ante tamaña noticia y amenaza, el obispo Guichard entró en una cólera terrible:
-¡Mataré a esa urraca!
Y en vísperas de Navidad, sintiéndose en peligro, había decidido actuar y embrujar a la reina con la ayuda de una bruja llamada Margueronne de Bellevillette y de un tal Regnaud de Langres, apodado el Eremita de Saint-Flavit, extraño personaje que vivía solitariamente en el bosque de Coudray.
He aquí por qué el obispo de Troyes cabalga en plena tempestad de nieve, en vez de calentarse las palmas de las manos en el hogar de su chimenea.
Tras haber recorrido varias leguas en pleno campo nevado, los dos jinetes penetran en un bosque hasta dar con una cabaña de la cual sale un hombre hirsuto y harapiento que se inclina ante ellos:
-Buenas tardes Monseñor! Entrad, aprisa, Margueronne os aguarda!
Los dos hombres saltan de sus monturas, entran en la cabaña tras los pasos del eremita y saludan a la bruja, una cuarentona desaliñada que juega con un gato, agachada a la vera de la chimenea. Alza sus ojos verdes:
-¿Tenéis lo que hace falta?
Fray Jean de Fay saca de debajo de su túnica un pedazo de cera blanca:
-Si.
Margueronne toma la cera y la tira en una olla de agua hirviendo sobre el fuego.
-Nos haría falta una comadrona!, dice el obispo.
-He traído a una de Pouy..., responde el eremita. Se llama Perrotte. Está aguardando en la granja.
La bruja, mientras tanto, saca la cera ya maleable de la olla hirviendo y la trabaja hasta darle aspecto de figura de mujer. Cuando por fin ha acabado, la presenta al obispo.
-Déjela sobre la cama, ordena éste. Hay que bautizarla!
Fray Jean de Fay toma una cazuela, la deposita sobre la mesa y la llena de agua, que bendice casi de inmediato.
-Ya está, Monseñor. Todo está preparado.
Guichard llama entonces a su vera al eremita:
-Tú serás el padrino!
El eremita se niega, duda, aduce que no está bien...
-¿Crees que si eso no fuera correcto, te obligaríamos a hacerlo? Truena el obispo. Llama a la comadrona! Ella hará de madrina!
Van en busca de Perrotte, la comadrona. Llega, temblando de frío, el rostro helado y con mueca de sorprendida; el hermano Jean le explica en qué consiste su papel en aquella extraña función. Casi enseguida, una extraña ceremonia se inicia en aquella sórdida cabaña iluminada tan solo por las llamas del fuego de la chimenea.
El monje saca de debajo de sus ropajes una estola de sacerdote, se lo pone y recita las plegarias del bautizo. En el momento en que pronuncia la frase "Apponite manus patrini et matrinae...", el obispo, el eremita, la bruja y la comadrona, arrodillados en corro y a ras del suelo, tocan la figurina de cera con sus manos tendidas.
Fuera, el viento silba sin tregua, amenazando con echar abajo puerta y contravientos.
-¿Cómo se llama? pregunta el jacobino.
-Juana! responden todos gravemente.
El monje toma el óleo que le entrega el obispo, unge la figura de cera y se inclina sobre ella:
-¿Quiere ser bautizada?
-Si, lo queremos! responden al unísono los conjurados.
Y el monje toma el agua bendecida de aquella cazuela, derramando algunas gotas sobre la figura sentenciando:
-In nomine Patris... et Filii... et Spiritus Sancti...
-Amen! dicen todos.
La comadrona, que no debe presenciar la segunda parte del encantamiento, es nuevamente conducida a la granja donde improvisará una cama en el pajar para pasar la noche.
Solo permanecen el obispo, el monje, el eremita y la bruja. Cogen la figura de cera y la depositan sobre la mesa. Margueronne, armada con un estilete, atraviesa repetidas veces la cabeza de la figura sentenciando:
-Aquella para la que se ha hecho esto, esta semana no tendrá ya cabeza!
La extraña ceremonia ha terminado. El eremita sube al granero para esconder la figura embrujada. Margueronne se reúne con la comadrona para dormir también en la granja y el obispo, acompañado de su devoto esbirro y monje, vuelve a cabalgar hacia Troyes.
Días más tarde, corrió la noticia de que la reina había repentinamente enfermado. Entonces, y por tres veces consecutivas, la bruja volvió a la cabaña del eremita de Saint-Flavit para apuñalar la testa de la figura de cera.
La última sesión del encantamiento fue interrumpida por la llegada de Monseñor Guichard y de Fray Jean de Fay. El obispo estaba furioso:
-Todo lo que hacemos no vale nada! gritó. Dicen que ha venido de Poitiers un médico que cura a la reina! Hay que acabar con esto, por el Diablo!
Y, tirando bruscamente la figura de cera al suelo, la aplastó a golpes de talón chillando:
-¡Que muera pues la arpía!...
Recogió los pedazos y los echó al fuego.
Dos días más tarde, el 2 de abril de 1305, la reina Juana, consorte de Felipe IV el Hermoso, fallecía súbitamente en el castillo de Vincennes de un mal misterioso...
Epílogo
Tres años más tarde, el eremita de Saint-Flavit, cuyos remordimientos atormentaban y quitaban el sueño, acudió a París y obtuvo un pase para acceder al Palacio del Louvre, solicitando una entrevista con el confesor del rey. El confesor en cuestión era un dominicano que no dudó en recibirle. El eremita le contó entonces, palabra por palabra, todo lo que pasó en su cabaña del bosque de Coudray: la ceremonia del bautizo, la figura de cera, el encantamiento a petición de Monseñor Guichard, etc.
Al día siguiente, el obispo de Troyes, Fray Jean de Fay y la bruja Margueronne de Bellevillette fueron arrestados y encarcelados por orden del rey Felipe. Obviamente, y como era de esperar, los tres negaron categóricamente las acusaciones formuladas, y el asunto duró años. Es cierto que, en aquella época, el rey andaba demasiado ocupado con los Templarios. Finalmente, al cabo de ocho años, el obispo de Troyes fue liberado por falta de pruebas...
Si el encantamiento de la figura de cera y su posterior destrucción fueron la causa de la extraña muerte de la reina Juana es, desde luego, un misterio que sobrepasa nuestro entendimiento cuando se cruza la línea que separa el campo de la razón de los dominios de la magia pura.
En cualquier caso, el testimonio del eremita arrepentido nos trae al menos una plausible explicación o pista sobre cual debió de ser la verdadera causa del inexplicable deceso de la consorte del rey Felipe IV "el Hermoso" de Francia.
La Torre de Nesle, París, a orillas del Sena, según un antiguo dibujo, fue escenario de los secretos encuentros de la reina Juana de Navarra con apuestos sementales de los que se deshacía tirándolos al río...
En cuanto a las alusiones de Guichard sobre lo que hacía la reina Juana en la torre de Nesle, pese a las "violaciones" acometidas por Alexandre Dumas contra la Historia para sus intereses novelísiticos (el autor tergiversó la realidad de los hechos en su obra "La Torre de Nesle", invirtiendo los papeles de adúltera y asesina entre Juana de Navarra y su nuera Margarita de Borgoña), es bien cierto. La reina Juana era quien, en realidad, recibía en aquella torre a orillas del Sena a apuestos y fornidos jóvenes sementales para que la hicieran gozar de los placeres de la carne; y a los que luego hacía meter, atados de pies y manos, en sacos cosidos y tirados vivos al Sena para borrar toda prueba de sus devaneos sexuales.
Fuentes:
--"Venenos y Sortilegios", Tomo 1, Dr. Cabanes & L. Nass.
-"El Siglo de Felipe el Hermoso", Duque de Lévis-Mirepoix.
-"El Juicio de Guichard, Obispo de Troyes", Abel Rigault, 1896.
in "Historias Mágicas de la Historia de Francia" de Louis Pauwels & Guy Breton, 1977.
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