La reina María I de Inglaterra y de Irlanda (1516-1558) fue, desde su infancia, una persona desgraciada en todos los sentidos. Se puede decir que no tuvo, en todo lo ancho y largo de su vida, a nadie que la quisiera a excepción de su inflexible y católica progenitora, Catalina de Aragón y de Castilla, cuyo carácter intransigente parece haber desteñido sobre ella. Primogénita del rey Enrique VIII, que la relegó al rango de Lady Mary Tudor al quitarle el título de Princesa de Gales para dárselo posteriormente a su medio-hermano recién nacido Eduardo, sufrió el antes y el después del tempestuoso divorcio de sus padres; tuvo que tragarse su orgullo cuando su madre, exiliada, fue reemplazada por Lady Anne Boleyn, y aceptar a regañadientes a una media-hermana (Elizabeth) sobre la que vertería toda su amargura y rencor. Peor debió ser la noticia del nacimiento del único hijo varón de su padre, que la condenó a ser menos que nada... Y, ¡qué decir de las siguientes mujeres que desfilaron por el tálamo paterno!
Desgraciada como princesa, lo fue también como soberana pese a la buena acogida inicial de su pueblo tras batir a los leales de su prima Lady Jane Grey. Su obsesión por reconvertir toda Inglaterra a la fe católica supuso para su pueblo un martirio a base de sangre y fuego, que se cobró cerca de 300 víctimas. Su reforma monetaria para combatir la devaluación, que duraba desde finales del reinado de su padre, se tradujo en un fracaso. Su guerra contra Francia, a instancias de España, fue otro sonado fracaso: Inglaterra perdió la ciudad portuaria de Calais, su última posesión en tierra gala.
Desgraciada también en lo personal al tener un físico corriente y poco atractivo, se encontró avejentada a los treinta, sin cejas, con una boca cruel y los dientes podridos, por lo que los posibles pretendientes a su mano escasearon y los pocos que hubieron, todos católicos ellos, solo se mostraron dispuestos a sacrificar su repugnancia hacia ella por su corona y su trono.
Tras ser en vano barajada como posible novia de Carlos I de España y V de Alemania, fue cedida al hijo de éste, Felipe II, viudo ya de su mujer portuguesa y padre de un heredero varón. Entre ambas propuestas de matrimonio, se permitió rechazar al bien plantado primo Edward Courtenay, Conde de Devon. Si ella declaró estar enamorada del monarca español desde el momento en que vio su retrato de cuerpo entero ejecutado por Tiziano, Felipe hizo lo propio aclarando que lo suyo tenía que ver con la política y no con los sentimientos.
Con 38 años ella y 27 él, la real pareja no obtuvo la esperada unanimidad de los ingleses ni la tan ansiada descendencia que asegurase la continuidad de la monarquía.
Creyó, en dos ocasiones, haber caído encinta hasta que los médicos deshicieron el encanto diagnosticándole una vulgar retención de líquidos al padecer de hidropesía; un mal que debía de llevarla, finalmente, a la tumba con tan solo 42 años de edad. Se fue sin el consuelo de haber parido al tan ansiado heredero, abandonada por su marido y con la certeza de que su media-hermana Elizabeth, la odiada hija de la aborrecida Bolena, ocuparía su lugar en el trono y en el corazón de su amado Felipe.
Lo dicho, más que María la Sanguinaria, se merecía el apodo de María la Desgraciada.
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