"EL REY SANGRIENTO"
Carlos
IX de Francia (1550 - 1574), penúltimo monarca de la Casa de Valois-Angulema que ostentó la corona
francesa y que pasó la mayor parte de su vida matando bestias y hombres, fue
eminentemente violento y extravagante. Larguirucho, delgado sin llegar a enjuto,
un poco encorvado, daba la falsa impresión de ser un príncipe
enfermizo y de salud delicada, pero su comportamiento extremadamente violento y
sus extrañas extravagancias no dejaban de sorprender y aterrar a sus
cortesanos.
Cuando
volvía de sus cacerías, “deporte” en el que brillaba sobremanera, nada le
divertía más que abatir asnos y cerdos lo suficientemente desafortunados como
para cruzarse en su camino de regreso a palacio. No lo hacía desde luego por
despecho tras una mediocre cacería, sino porque era su entretenimiento
favorito, su particular juego. Cerrando la comitiva real, iba un lacayo bien
provisto de monedas para indemnizar generosamente a los propietarios de las
víctimas.
Cuando
desmontaba su caballo, y a pesar de haber pasado muchas horas a lomos de su
montura, Carlos iba derechito a la herrería real y, a decir del embajador veneciano
Sigismondo Cavalli, se ponía a forjar a golpes sobre el yunque, con la ayuda de un
enorme martillo, y durante tres o cuatro horas, ¡una coraza!
En
la corte, su comportamiento era igualmente extraño, por no decir alarmante. Un
día, decidió llanamente que todos los gentilhombres de su séquito debían llevar
un pesado pendiente en una oreja, y su orden así fue transmitida. Enseguida se
formó una larga cola de caballeros, incluidos los de más edad, ante las puertas
del cirujano del rey, esperando su turno para hacerse perforar el lóbulo. Al
día siguiente, Carlos IX anuló la orden y se puso a tirar de las orejas, hasta
hacerlas sangrar, de sus desafortunados caballeros que no habían sido
informados a tiempo.
En
otra ocasión, y computando veinte años de edad, se le vio corretear por
pasillos, salones y galerías del palacio del Louvre, la cara embadurnada de
hollín y con una silla de montar atada a su espalda.
A
medida que ganaba en años, su crueldad y su gusto por la violencia fueron en
aumento. Aunque pertenece a la leyenda negra y esa falsa imagen se resista a
desaparecer de la memoria colectiva, Carlos IX nunca se puso a disparar a
diestro y siniestro desde su ventana sobre hugonotes la terrible noche de San
Bartolomé [24 de agosto de 1572], como un vulgar francotirador. Sin embargo,
los esbirros/asesinos católicos de la Santa Liga que provocaron la masacre y a
los que se les dio carta blanca, sí tuvieron su aval. A fin de cuentas, de sus
labios cayó esa horrible recomendación: “Matadlos, pero matadlos a todos, para
que no quede ni uno para reprochármelo”.
Es
precisamente después de esa macabra orgía de sangre, que duró varios días,
cuando el monarca empieza a sufrir alucinaciones, debidamente reseñadas por el
cirujano real Ambroise Paré, y que le perseguirán regularmente con “sus
horribles y sangrientas caras” (las de sus víctimas, se entiende).
Para
huir de ellas, Carlos IX redoblará con sus actividades cinegéticas, cada vez
más desordenadas y violentas, cada vez más largas. Su afición al aire libre, le
hace contraer fiebres intermitentes. Meses más tarde aparece la tuberculosis,
con su cortejo de esputos sanguinolentos y de ahogamientos, amén de sus alucinaciones,
que redoblan en frecuencia.
Firmado
por Ambroise Paré, su autopsia pone de relieve que “sus pulmones estaban
podridos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario