Un Arte Macabro al Servicio del Poder
Mencionar los antecedentes históricos del arte funerario puede parecer, a estas alturas, un poco supérfluo para los que ya conocen cronológicamente su evolución a lo largo de los avatares de la humanidad. Sin embargo, más que ocuparnos de sarcófagos y ataúdes, queremos hacer especial hincapie en los añadidos que se implantaron en los ritos religiosos y que, de algún modo, guardan semejanzas entre si.
Citar que en Europa todo empezó con la erección de túmulos y dólmenes, cuando en Egipto los faraones ya descansaban debajo de impresionantes pirámides, puede parecer repetitivo. Pero las honras al fallecido eran similares: tanto en el continente europeo como en el continente africano, asi como en Asia y América, los muertos eran enterrados con sus pertenencias y ofrendas alimenticias ya que se creía firmemente que la muerte era tan solo un tránsito hacia otra vida. Con más o menos abundancia, con más o menos riqueza, los muertos eran enterrados o sepultados con todo lo que habían poseído en vida: armas, utensilios de a diario, joyas, ropajes,... para que no les faltara de nada. Por supuesto, los reyes, reyezuelos, jefes de tribu, hechiceros, generales y altos dignatarios solían beneficiarse de una consideración post-mortem que no era concedida al común de los mortales.
Que fuera en Grecia, en China, en América del Sur o en Egipto, los monarcas se iban con todos los honores hacia sus últimas y elaboradísimas moradas. Y hay más: en todos esos países, los reyes y príncipes eran enmascarados con una faz de semblante hierático fabricada en oro, en jade o en madera pintada, en un vano intento de fijar en la eternidad su rostro con más o menos fortuna según el artista y orfebre. Buenas muestras de ello son las máscaras de oro de Agamemnón o de Tuthankamón, por citar a las más populares del siglo XX. En Europa, los enigmáticos etruscos fueron unos maestros en ese arte: no solo se contentaban con tallar, cincelar y esculpir sarcófagos con las efigies de los finados, tumbados o recostados, sino que además les excavaban en la roca viva su última morada, con salones y habitaciones que pudieran contener sus muebles y pertenencias que, a diferencia de los egipcios, no amontonaban esos enseres previamente desmontados, en algunos casos, en habitáculos reducidos que precedían la cámara mortuoria.
Legendaria es la tumba del primer emperador chino, de la que se conservan citas sobre su magnificencia y grandiosidad bajo una montaña de tierra y piedras, y que se cree haber localizado recientemente. Se habla de una reproducción a escala del territorio chino, con sus ríos y mar de mercurio, de ejércitos petrificados y de tesoros de incalculable valor arqueológico. El hecho de haber descubierto tumbas imperiales menores, con sus momias de princesas y emperadores cubiertas por armazones de jade y piedras preciosas, dan una pequeña idea de lo que puede descubrirse si, finalmente, se consigue encontrar la entrada al templo funerario del primer emperador.
Y si los romanos son decepcionantes al reabrir sus tumbas, éstos observaban una costumbre oriental que consistía en moldear sobre el semblante de sus cadáveres una máscara de cera, que luego conservaban en sus casas y villas como retratos realistas en un lugar preferente que servía de "templo" particular, dónde les honraban de cuando en cuando. A esos recuerdos de sus muertos se sumaban bustos y estátuas a tamaño natural del finado o finada tallados en el mármol más impoluto. Y si en Grecia y Roma depositaban una moneda en la boca o un par sobre los ojos del muerto, para pagar su viaje a bordo de la barca de Caronte, en China a los emperadores y sus consortes se les introducía una gran perla apenas exhalado el último suspiro.
Los funerales de los reyes europeos
Europa es otro cantar. Desde la Edad Media hasta el Renacimiento, las tradiciones evolucionan y se perfeccionan. De sencillas losas desnudas hasta las grabadas de escudos en relieve, excarvadas en los suelos de iglesias y catedrales, se pasa a sarcógafos diminutos que sirven de osarios como antiguamente se hacía en Israel, empotrados en lo alto de las capillas y policromados. Pronto se esmeran los artistas y maestros artesanos góticos: los sarcófagos se agrandan hasta contener el cuerpo entero del monarca, y sus pesadas tapas son delicadamente esculpidas con sus efigies adornadas con sus símbolos de soberanía, agarrando con elegancia sus cetros flordelisados y la testa recostada en un cojín y ceñida con sus coronas reales, arropados en sus mantos y túnicas de gala, y con los pies descansando sobre el flanco de un lebrel. Mármoles, alabastros, granitos, maderas e incluso bronces dorados serán cincelados para reproducir los rasgos de reyes, reinas, príncipes y princesas lo más fielmente posible; y para darles más realismo, las pintarán como si estuvieran de cuerpo presente. Colmo de ingeniosidad: consiguen incluso enmarcar esas regias tumbas bajo pequeñas capillas flamígeras que descansan sobre delicadas columnas.
Con la ola renacentista en el Sur del viejo continente, los difuntos ilustres siguen tronando sobre sus pesados sarcófagos, aunque en ocasiones algunas tumbas acaben siendo auténticas composiciones escultóricas de dos piezas: el osario o sarcófago por un lado, y la figura del finado tronando desde lo alto como un héroe de guerra que medita sobre su existencia, tal y como hizo con un Médicis el gran Michelangelo Buonarrotti, con reminiscencias de la antigua Roma Imperial.
El rey ha muerto, ¡viva el rey!
Se cree que, sacado de la ceremonia de los regios funerales, nació la invención de los monumentos renacentistas de dos pisos en la Europa del Norte. Concretamente en Francia y desde el reinado de Carlos VI "el Loco", a la muerte del monarca se realiza una efigie funeraria de éste con su rostro moldeado con cera directamente sobre la cara, vestido con sus ropajes de la coronación y con la diadema real en las sienes, en posición orante o sosteniendo el cetro y la mano de Justicia y al que se sirve, tres veces al día, solemnes comidas respetando el habitual desfile de platos. Generalmente dispuesto sobre una cama engalanada, el maniquí del difunto rey representa la permanencia de la monarquía. Además de la coreografía de las comidas, se añaden los desfiles de príncipes llevando una barba dorada postiza en señal de duelo, y de nobles, clérigos, burgueses y gente común que acuden para despedir al finado en respetuoso silencio.
El día de la inhumación, el ataúd es depositado dentro de un catafalco mientras la efigie regia es colocada sobre una plataforma superior. De este modo, la doble tumba de los reyes Luis XII y Ana de Bretaña traduce en mármol las arquitecturas efímeras de los funerales en la Real Abadía de Saint-Denis. Las otras dos tumbas dobles de los reyes Francisco I y Enrique II con sus respectivas consortes, son construídas según el mismo modelo: abajo, los cuerpos, generalmente representados de manera macabra; arriba, las efigies de almas serenas que rezan para elevarse hacia Dios.
Después de los Valois y a diferencia de éstos, los Borbones (de Enrique IV a Luis XV) optarán por ser inhumados en féretros de plomo encerrados por otros de madera bajo losas sencillas o en nichos ricamente adornados con esculturas en bajo relieve. Pese al cambio, se seguirá observando la costumbre de utilizar un maniquí con el semblante del rey para las exequias, permaneciendo arrodillado sobre una cama y rezando de cara al altar desde un lugar preferente de la abadía a lo largo del reinado siguiente y así sucesivamente.
Los ingleses copiarán, desde el siglo XV, punto por punto esas ceremonias fúnebres que acabarán extendiéndose a gran parte de Europa del Norte (Suecia, Dinamarca, Países-Bajos, Polonia, Alemania, Austria,...), incluyendo al maniquí regio con sus máscaras de cera moldeadas y pintadas con más o menos éxito. Los grandes señores, no queriendo ser menos que sus monarcas, imitarán el ceremonial y tendrán sus propios maniquís, además de sus efigies esculpidas y policromadas sobre sus catafalcos que siguen haciendo las delicias de los turistas que visitan las iglesias, capillas y catedrales, y en las que demasiadas veces muestran su vandalismo con grafitis y amputaciones de manos, narices y pies.
La evolución de la efigie real: del servicio fúnebre al museo de cera
Durante la Revolución Francesa, se cometieron irreparables barbaridades: a las violaciones de sepulturas reales y nobles, se sumó la quema indiscriminada de los maniquís de reyes y príncipes y la destrucción sistemática de numerosos panteones. Por suerte, en Gran-Bretaña, se siguen conservando milagrosamente muchas efigies reales y principescas que fueron utilizadas entre el siglo XV y el siglo XVIII, tal y como se puede ver en el museo de la Real Abadía de Westminster, y que consiguieron sobrevivir a una revolución y a los infernales bombardeos alemanes. Los maniquís de Enrique VII, de María I, de Elizabeth I, de Carlos II, de Guillermo III y de María II, de Ana I, de la duquesa de Richmond, de los tres Jorges (Jorge I, Jorge II, Jorge III) siguen suscitando curiosidad entre los visitantes del templo y sirvieron, a finales del siglo XVIII, para que Madame Tussaud realizara sus copias en cera para su museo londinense después de abandonar la Francia revolucionaria, dónde sus últimos trabajos no eran más que siniestras representaciones de nobles y políticos recién guillotinados. Podríamos pues afirmar, sin equivocarnos mucho, que Madame Tussaud perpetuó en cierto modo esa antigua costumbre europea de inmortalizar a los ilustres muertos.
Hoy en día, no hay nación que no cuente, entre sus atracciones turísticas, con algún museo de cera donde estén representados sus monarcas, políticos, militares, famosos e incluso asesinos de todas las épocas, gracias a la influencia de Madame Tussaud.
En cuanto a la tradición funeraria de confeccionar maniquís regios, acabó por ser abandonada en los albores del siglo XIX.
Mencionar los antecedentes históricos del arte funerario puede parecer, a estas alturas, un poco supérfluo para los que ya conocen cronológicamente su evolución a lo largo de los avatares de la humanidad. Sin embargo, más que ocuparnos de sarcófagos y ataúdes, queremos hacer especial hincapie en los añadidos que se implantaron en los ritos religiosos y que, de algún modo, guardan semejanzas entre si.
Interior de una tumba Etrusca (Italia).
Citar que en Europa todo empezó con la erección de túmulos y dólmenes, cuando en Egipto los faraones ya descansaban debajo de impresionantes pirámides, puede parecer repetitivo. Pero las honras al fallecido eran similares: tanto en el continente europeo como en el continente africano, asi como en Asia y América, los muertos eran enterrados con sus pertenencias y ofrendas alimenticias ya que se creía firmemente que la muerte era tan solo un tránsito hacia otra vida. Con más o menos abundancia, con más o menos riqueza, los muertos eran enterrados o sepultados con todo lo que habían poseído en vida: armas, utensilios de a diario, joyas, ropajes,... para que no les faltara de nada. Por supuesto, los reyes, reyezuelos, jefes de tribu, hechiceros, generales y altos dignatarios solían beneficiarse de una consideración post-mortem que no era concedida al común de los mortales.
Máscara mortuoria en oro del rey Agamemnón.
Máscara mortuoria en oro de una princesa Chen (China, siglo X).
Que fuera en Grecia, en China, en América del Sur o en Egipto, los monarcas se iban con todos los honores hacia sus últimas y elaboradísimas moradas. Y hay más: en todos esos países, los reyes y príncipes eran enmascarados con una faz de semblante hierático fabricada en oro, en jade o en madera pintada, en un vano intento de fijar en la eternidad su rostro con más o menos fortuna según el artista y orfebre. Buenas muestras de ello son las máscaras de oro de Agamemnón o de Tuthankamón, por citar a las más populares del siglo XX. En Europa, los enigmáticos etruscos fueron unos maestros en ese arte: no solo se contentaban con tallar, cincelar y esculpir sarcófagos con las efigies de los finados, tumbados o recostados, sino que además les excavaban en la roca viva su última morada, con salones y habitaciones que pudieran contener sus muebles y pertenencias que, a diferencia de los egipcios, no amontonaban esos enseres previamente desmontados, en algunos casos, en habitáculos reducidos que precedían la cámara mortuoria.
Recreación virtual del mausoleo subterráneo del primer emperador chino Qin Shi Huang.
Legendaria es la tumba del primer emperador chino, de la que se conservan citas sobre su magnificencia y grandiosidad bajo una montaña de tierra y piedras, y que se cree haber localizado recientemente. Se habla de una reproducción a escala del territorio chino, con sus ríos y mar de mercurio, de ejércitos petrificados y de tesoros de incalculable valor arqueológico. El hecho de haber descubierto tumbas imperiales menores, con sus momias de princesas y emperadores cubiertas por armazones de jade y piedras preciosas, dan una pequeña idea de lo que puede descubrirse si, finalmente, se consigue encontrar la entrada al templo funerario del primer emperador.
Y si los romanos son decepcionantes al reabrir sus tumbas, éstos observaban una costumbre oriental que consistía en moldear sobre el semblante de sus cadáveres una máscara de cera, que luego conservaban en sus casas y villas como retratos realistas en un lugar preferente que servía de "templo" particular, dónde les honraban de cuando en cuando. A esos recuerdos de sus muertos se sumaban bustos y estátuas a tamaño natural del finado o finada tallados en el mármol más impoluto. Y si en Grecia y Roma depositaban una moneda en la boca o un par sobre los ojos del muerto, para pagar su viaje a bordo de la barca de Caronte, en China a los emperadores y sus consortes se les introducía una gran perla apenas exhalado el último suspiro.
Los funerales de los reyes europeos
Sarcófagos policromados de Enrique I de Inglaterra y de Alienor de Aquitania en la Real Abadía de Fontevrault (Francia).
Europa es otro cantar. Desde la Edad Media hasta el Renacimiento, las tradiciones evolucionan y se perfeccionan. De sencillas losas desnudas hasta las grabadas de escudos en relieve, excarvadas en los suelos de iglesias y catedrales, se pasa a sarcógafos diminutos que sirven de osarios como antiguamente se hacía en Israel, empotrados en lo alto de las capillas y policromados. Pronto se esmeran los artistas y maestros artesanos góticos: los sarcófagos se agrandan hasta contener el cuerpo entero del monarca, y sus pesadas tapas son delicadamente esculpidas con sus efigies adornadas con sus símbolos de soberanía, agarrando con elegancia sus cetros flordelisados y la testa recostada en un cojín y ceñida con sus coronas reales, arropados en sus mantos y túnicas de gala, y con los pies descansando sobre el flanco de un lebrel. Mármoles, alabastros, granitos, maderas e incluso bronces dorados serán cincelados para reproducir los rasgos de reyes, reinas, príncipes y princesas lo más fielmente posible; y para darles más realismo, las pintarán como si estuvieran de cuerpo presente. Colmo de ingeniosidad: consiguen incluso enmarcar esas regias tumbas bajo pequeñas capillas flamígeras que descansan sobre delicadas columnas.
Sepulcro encastrado del rey-emperador Alfonso VII de Castilla, justo debajo del Infante Pedro de Aguilar, bastardo del rey Alfonso XI, en la Capilla Mayor de la Catedral de Toledo. Aunque muerto en 1157 (siglo XII), los restos de Alfonso VII fueron ubicados en distintos sitios del templo toledano hasta que, a finales del siglo XV, su sepultura fue definitivamente colocada en su actual emplazamiento por orden del Cardenal Cisneros.
Tumbas Reales de los Condes de Barcelona y Reyes de Aragón, Pedro II "el Grande", Jaime II "el Justo" y Blanca de Anjou, en el Real Monasterio de Santes-Creus (Tarragona, Catalunya); los sarcófagos, antiguas bañeras romanas de porfirio, fueron especialmente traídas de Italia para acoger los restos de padre e hijo y nuera, siendo posteriormente añadidas las efigies esculpidas de los monarcas y los templetes góticos -originalmente policromados- que los resguardan (1307).
Tapa del sarcófago con efigie yaciente del Caballero Jean d'Alluye (Francia, siglo XIII).
Conjunto escultórico funerario para la tumba de Philippe Pot, Señor de La Roche-Pot.
Con la ola renacentista en el Sur del viejo continente, los difuntos ilustres siguen tronando sobre sus pesados sarcófagos, aunque en ocasiones algunas tumbas acaben siendo auténticas composiciones escultóricas de dos piezas: el osario o sarcófago por un lado, y la figura del finado tronando desde lo alto como un héroe de guerra que medita sobre su existencia, tal y como hizo con un Médicis el gran Michelangelo Buonarrotti, con reminiscencias de la antigua Roma Imperial.
El rey ha muerto, ¡viva el rey!
Mausoleo del rey Luis XII de Francia y de su segunda esposa la Duquesa Ana de Bretaña, en la Real Abadía de Saint-Denis (Francia).
Se cree que, sacado de la ceremonia de los regios funerales, nació la invención de los monumentos renacentistas de dos pisos en la Europa del Norte. Concretamente en Francia y desde el reinado de Carlos VI "el Loco", a la muerte del monarca se realiza una efigie funeraria de éste con su rostro moldeado con cera directamente sobre la cara, vestido con sus ropajes de la coronación y con la diadema real en las sienes, en posición orante o sosteniendo el cetro y la mano de Justicia y al que se sirve, tres veces al día, solemnes comidas respetando el habitual desfile de platos. Generalmente dispuesto sobre una cama engalanada, el maniquí del difunto rey representa la permanencia de la monarquía. Además de la coreografía de las comidas, se añaden los desfiles de príncipes llevando una barba dorada postiza en señal de duelo, y de nobles, clérigos, burgueses y gente común que acuden para despedir al finado en respetuoso silencio.
Mausoleo del rey Enrique II de Francia y de su consorte la reina Catalina de Médicis, en la Real Abadía de Saint-Denis, necrópolis de los soberanos galos / Abajo, detalle de las efigies de los mismos monarcas.
Estátua yaciente de la reina Elizabeth I de Inglaterra e Irlanda, sobre el sarcófago que guarda sus restos, en la Real Abadía de Westminster (Londres, Inglaterra, s. XVII).
Vista parcial del mausoleo del Primer Duque de Lesdiguières y de Vizille, último Condestable de Francia, con su efigie recostada y esculpida en alabastro, obra de los hermanos Jean y Jacob Richier (Francia, 1610); Originalmente situado el conjunto funerario en la capilla edificada junto al castillo de Lesdiguières, en ruinas desde 1692 tras sufrir un incendio, el mausoleo fue finalmente rescatado en 1798 y trasladado a la capilla de Saint-Pierre de la Catedral de Gap hasta 1836; tras varios traslados, fue finalmente instalado en la Sala de Armas del Museo de Gap (1972). El monumento contenía originalmente ocho ataúdes (del duque, de su esposa, de su hijo primogénito, de su yerno, de su hija, entre otros...) y los restos fueron finalmente sepultados en el castillo de Sassenage, cerca de Grenoble, en 1822.
El día de la inhumación, el ataúd es depositado dentro de un catafalco mientras la efigie regia es colocada sobre una plataforma superior. De este modo, la doble tumba de los reyes Luis XII y Ana de Bretaña traduce en mármol las arquitecturas efímeras de los funerales en la Real Abadía de Saint-Denis. Las otras dos tumbas dobles de los reyes Francisco I y Enrique II con sus respectivas consortes, son construídas según el mismo modelo: abajo, los cuerpos, generalmente representados de manera macabra; arriba, las efigies de almas serenas que rezan para elevarse hacia Dios.
Tumba del rey Enrique IV de Francia y de Navarra, Real Abadía de Saint-Denis, 1610 / Abajo, Tumba del rey Luis XIV de Francia y de Navarra, en el panteón real de Saint-Denis, 1715. Ambos nichos fueron, como todas las tumbas reales, profanados y los cadáveres embalsamados mutilados por los revolucionarios y luego enterrados en una fosa común hasta que, durante la IIª Restauración, fueron exhumados y recolocados en sus respectivas tumbas por el rey Luis XVIII.
Después de los Valois y a diferencia de éstos, los Borbones (de Enrique IV a Luis XV) optarán por ser inhumados en féretros de plomo encerrados por otros de madera bajo losas sencillas o en nichos ricamente adornados con esculturas en bajo relieve. Pese al cambio, se seguirá observando la costumbre de utilizar un maniquí con el semblante del rey para las exequias, permaneciendo arrodillado sobre una cama y rezando de cara al altar desde un lugar preferente de la abadía a lo largo del reinado siguiente y así sucesivamente.
Busto funerario en cera policromada del rey Enrique VII de Inglaterra, que formaba parte del maniquí para la remembranza en el momento de sus solemnes funerales en Westminster / Abajo, cabeza policromada de la reina María I de Inglaterra.
Los ingleses copiarán, desde el siglo XV, punto por punto esas ceremonias fúnebres que acabarán extendiéndose a gran parte de Europa del Norte (Suecia, Dinamarca, Países-Bajos, Polonia, Alemania, Austria,...), incluyendo al maniquí regio con sus máscaras de cera moldeadas y pintadas con más o menos éxito. Los grandes señores, no queriendo ser menos que sus monarcas, imitarán el ceremonial y tendrán sus propios maniquís, además de sus efigies esculpidas y policromadas sobre sus catafalcos que siguen haciendo las delicias de los turistas que visitan las iglesias, capillas y catedrales, y en las que demasiadas veces muestran su vandalismo con grafitis y amputaciones de manos, narices y pies.
Sepulcro de Henry Howard y Lady Frances De Vere, Condes de Surrey, con sus estátuas yacientes y orantes, sus escudos heráldicos e inscripciones en bajo relieve.
La evolución de la efigie real: del servicio fúnebre al museo de cera
Maniquí funerario de la reina Elizabeth I de Inglaterra; en el siglo XVIII su vestido estaba tan ajado que tuvieron que hacerle uno nuevo para sustituir el original caído en girones, y que dista mucho de ser exacto al de inicios del siglo XVII.
Durante la Revolución Francesa, se cometieron irreparables barbaridades: a las violaciones de sepulturas reales y nobles, se sumó la quema indiscriminada de los maniquís de reyes y príncipes y la destrucción sistemática de numerosos panteones. Por suerte, en Gran-Bretaña, se siguen conservando milagrosamente muchas efigies reales y principescas que fueron utilizadas entre el siglo XV y el siglo XVIII, tal y como se puede ver en el museo de la Real Abadía de Westminster, y que consiguieron sobrevivir a una revolución y a los infernales bombardeos alemanes. Los maniquís de Enrique VII, de María I, de Elizabeth I, de Carlos II, de Guillermo III y de María II, de Ana I, de la duquesa de Richmond, de los tres Jorges (Jorge I, Jorge II, Jorge III) siguen suscitando curiosidad entre los visitantes del templo y sirvieron, a finales del siglo XVIII, para que Madame Tussaud realizara sus copias en cera para su museo londinense después de abandonar la Francia revolucionaria, dónde sus últimos trabajos no eran más que siniestras representaciones de nobles y políticos recién guillotinados. Podríamos pues afirmar, sin equivocarnos mucho, que Madame Tussaud perpetuó en cierto modo esa antigua costumbre europea de inmortalizar a los ilustres muertos.
Otra efigie funeraria de la reina Elizabeth I de Inglaterra -obviamente rejuvenecida-, y con gorguera.
Efigie funeraria a tamaño real del rey Carlos II de Inglaterra con el hábito de Gran Maestre de la Orden de la Jarretera, realizado en febrero de 1685; la impresionante figura tronó durante 150 años sobre la tumba del finado hasta que fue trasladada al museo de Westminster Abbey / Abajo, fotografía de la misma en 1896, realizada por Sir Benjamin Stone.
Efigie funeraria en cera del rey Guillermo III de Inglaterra.
Hoy en día, no hay nación que no cuente, entre sus atracciones turísticas, con algún museo de cera donde estén representados sus monarcas, políticos, militares, famosos e incluso asesinos de todas las épocas, gracias a la influencia de Madame Tussaud.
En cuanto a la tradición funeraria de confeccionar maniquís regios, acabó por ser abandonada en los albores del siglo XIX.
Me encanta todo lo que se refiere a mausoleos, efigies, estatuas yacentes de la nobleza, es un arte maravilloso y eterno
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