Powered By Blogger

lunes, 28 de octubre de 2019

ACTUALIDAD: NO AL DIÁLOGO


NO HAY DIÁLOGO CON TORRA



Solo los más cegados pueden creer aún que la violencia resolverá la crisis del Estado. Pedro Sánchez, con la inconsciencia a que le lleva una fatídica combinación de arrogancia y falta de inteligencia, reclama al presidente Torra que condene la violencia, cosa que Torra siempre ha hecho. De manera notoria, en el discurso pronunciado en Stanford por invitación del Martin Luther King Jr. Institute. De discursos como éstos y en una institución tan simbólica por los valores que el presidente español presume liderar, Sánchez no ha hecho ninguno y parece ser que no le llueven invitaciones para hacerlos. Para el presidente español no se trata de un formulismo institucional, que Torra ha satisfecho con la convicción del que nunca ha sido violento. Eso Sánchez no lo da por bueno, porque lo que pretende es una auto-inculpación que Torra no le puede conceder. Y no puede, porque ni él ni nadie de su gobierno, ni ninguno de los votantes que le eligieron, ni la inmensa mayoría del independentismo no han hecho jamás profesión de violencia teórica ni práctica. Torra, y con él la gran base social del independentismo, adoptaron tempranamente un modelo de activismo inspirado en Gandhi y en Martin Luther King, y una estrategia de desobediencia civil inscrita con letras de oro en los anales de la democracia. Durante décadas, el texto de Henry David Thoreau ha sido el referente para los escolares norteamericanos, que han aprendido que desobedecer leyes injustas es un deber para las personas decentes.

Es Sánchez quien, como jefe del gobierno del Estado, dispone de las herramientas de la violencia y las aplica en sustitución de la política. Cuando von Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios, quería decir que no puede ser una finalidad en ella misma. Cuando se confunde la esencia instrumental y se desplazan los objetivos políticos, se pone el Estado a merced de la suerte o de la desgracia. Habiendo pasado en poco tiempo de rechazar la violencia policial a aplicarla sin miramientos, Sánchez se expone con esa falta de consistencia a ser víctima de un acontecimiento aleatorio. Cuando instruyó a la abogada del Estado Rosa María Seoane para que defendiera el delito de sedición para los presos políticos, Sánchez apostaba su carrera a una carta muy azarosa, con el mismo espíritu ludópata con el que decidió convocar elecciones antes que formar un gobierno de izquierdas apuntalado por el independentismo catalán.

La evidencia indica que Sánchez ha perdido el norte. Ni él ni el desarbolado socialismo español no tienen siquiera alguna posibilidad sino que tampoco intención alguna de reconducir el Estado al marco democrático del cual se salió hace tiempo. Ya no hablamos ni de recuperar los principios que el socialismo se ha ido despojando por el camino para flotar electoralmente hasta acabar como una cáscara vacía a merced de cualquier galerna. Según Hanna Arendt, la acción violenta se gobierna por la categoría “fines y medios”. Esto quiere decir que el fin siempre tiene el riesgo de verse sobrepasado por los medios que justifica. Puesto que el desenlace de la acción jamás es del todo previsible, los medios empleados para conseguir un objetivo político acostumbran a ser más importantes para el futuro que no el objetivo en sí.

Para el devenir del Estado español, la violencia de estos días será más determinante que no el objetivo tácito de restablecer la convivencia. La violencia arbitraria y descontrolada de la policía es la que da la talla moral de quienes la ordenan y la cubren con la razón de Estado. Pero, como pasa siempre con la violencia, su irracionalidad intrínseca impide prever sus efectos. A pesar del aparatoso desequilibrio de poder entre manifestantes desarmados y fuerza pública armada con toda una batería de herramientas para infligir daño, el desenlace no es siempre el esperado. Disponer de un sofisticado instrumental de agresión no garantiza la victoria. Precisamente porque los avances tecnológicos y la inversión en un arsenal represivo dan al Estado una superioridad incontrastable, su fuerza moral decrece en proporción al incremento de la potencia nociva de los medios y en la medida que se ponen en manos de irresponsables.

Hace falta remontarse hasta las postrimerías del franquismo para encontrar la intensidad y la brutalidad de las cargas de estos últimos días. Las pelotas de goma, raras en aquella época, son tan copiosas ahora como las descargas electrónicas en las salas de videojuegos. No importa que en Catalunya estén prohibidas; el ministro del ramo replica que la prohibición no atañe a su policía. Parece ser que, para el ministro del Interior, juez de profesión, la ley no es jurisdiccional sino que se aplica o se deja de aplicar según los colectivos que se muevan por el territorio.

Nada es más instructivo que hacer un viaje en el tiempo. Si se comparan los policías de ahora con los del final de la dictadura, el contraste es favorable a la policía franquista. He visto confrontaciones muy duras entre obreros y “grises”, pero no he visto el desenfreno ni la voluptuosidad con la que la policía española y los Mossos se han explayado estos días contra manifestantes inofensivos. He pasado indemne por medio de un grupo de “grises” que perseguían estudiantes y ninguno hizo el más pequeño gesto de pegarme. Deduzco que los abuelos de los actuales números eran mucho más disciplinados, si no es que eran mejores personas. Puede ser porque muchos de ellos ya no creían en el régimen y acometían la faena sin entusiasmo, porque no es igual servir a un régimen caducado que a otro que da coletazos.

La incertidumbre que la violencia introduce en el embate entre legalidad y legitimidad, entre represión y democracia, eleva el riesgo de un acontecimiento aleatorio, no porque la despleguen unos incontrolados, sino porque ella misma es el principal elemento de descontrol. Una vez descontrolada, ya no es posible trazar el límite. Decía Proudhon: “la fecundidad de lo inesperado excede de lejos la prudencia del estadista”. Esta frase, Sánchez debería de copiarla cien veces con buena letra, y al acabar, volverla a copiar cien veces más, visto que la prudencia no es precisamente su fuerte. Si llega, el acontecimiento fortuito con efectos cataclísmicos para el Estado no vendrá del independentismo, que ha buscado exhaustivamente el acuerdo, sino, como decía Arendt, de aquellos sectores entre los cuales el dicho “no hay ninguna alternativa a la victoria” aún tiene vigencia.

La falta de alternativa, causa de la larga serie de derrotas que ha recibido España los últimos siglos, impele a Sánchez a tratar Catalunya como un país sin derechos y la Generalitat como una institución subalterna, de la cual no emanan obligaciones ni responsabilidades para el Estado. Negándose no tan solo al diálogo, del cual hace ostentación frente a Europa, sino a recibir la llamada de su homólogo catalán, que es, quiera o no, el primer representante del estado en Catalunya, Sánchez hace dejadez de sus funciones, y esto es especialmente grave en medio de la crisis más grande desde que el actual régimen superara la etapa del rodaje.

Con su negligencia, Sánchez destruye la posibilidad de abordar el obligado diálogo entre instituciones. Y lo hace de la manera más estúpida, violentando a Torra, reclamándole que condene la violencia como precio de una comunicación, que sin un cambio de actitud en quien la comanda sería manifiestamente inútil. En Catalunya, hablando estrictamente, no hay más violencia que la que el Estado impone trasladando en ella la plantilla empleada en el País Vasco. De ahí vienen los descerebrados intentos de colgar el cartel de “terrorismo” a un movimiento integralmente pacífico. Sánchez pretende que Torra se responsabilice de la perturbación que el mismo Estado ha planificado infiltrando agentes de su propia policía y del nacionalismo español ultra. Dicho de otra manera: Sánchez exige que Torra cargue con la violencia desencadenada por él mismo en la fatua esperanza de someter por la vía de siempre un territorio que cada día que pasa se aleja más y más deprisa cuanto más irrumpe coactivamente el Estado en la dignidad de la gente. Si no quiere hablar con el presidente Torra, ¿con quién hablará Sánchez? Cuando finalmente se de cuenta que ha de hablar con alguien, ¿a quién encontrará al otro lado de la línea?¿Con quién negociará que represente legítimamente al pueblo de Catalunya?¿Hará volver a Puigdemont como hizo Suárez con Tarradellas?¿Negociará con la ANC?¿Con los CDR?¿O ya no estará a tiempo de negociar con nadie?

Artículo traducido al castellano de Joan Ramon Resina.


No hay comentarios:

Publicar un comentario