lunes, 4 de noviembre de 2013

CARLOTA-JOAQUINA: La Arpía de Queluz


Carlota Joaquina de Borbón
Infanta de España, Princesa de Beira y de Brasil
Reina de Portugal y de Los Algarves
1775 - 1830
 
 
 

Carlota Joaquina de Borbón y Parma, Infanta de España (1775-1830), fue la hija primogénita de los reyes de España Carlos IV y María-Luisa de Parma, entonces Príncipes de Asturias.

Aún niña, figuró ya en el ajedrez de las políticas matrimoniales y dinásticas. Prueba de ello fue que su abuelo paterno, el entonces rey Carlos III, dispuso entregarla en matrimonio al segundogénito de los reyes María I y Pedro III de Portugal, el Infante don Juan, entonces Señor del Infantado y que venía en segundo lugar como pretendiente de la corona lusa después de su hermano José, Príncipe de Beira y de Brasil, duque de Braganza (1761-1788).

 
Retrato del Infante Don Juan de Portugal, Señor del Infantado (1767-1826), luego Príncipe de Beira y de Brasil al convertirse en el presunto heredero del trono luso.
 
 
Retrato de la Infanta Carlota-Joaquina de España, Princesa de Beira y de Brasil (1775-1830), según G. Troni.

 

Con apenas 10 años de edad, la Infanta Carlota Joaquina de España fue casada el 8 de mayo de 1785 con el infante portugués. Tres años más tarde, su cuñado el heredero de la Corona, fallecía de viruelas sin descendencia de su tía y esposa la Infanta Mª Francisca Benedicta de Portugal; esto supuso para Carlota Joaquina y su marido Juan, convertirse en los nuevos pretendientes con los títulos de Príncipes de Beira y de Brasil, y duques de Braganza. A esto se sumó, en 1786, las primeras crisis de inestabilidad mental de la reina María I, afectada por las defunciones de su marido ( y tío ), el rey consorte Pedro III, y de su heredero primogénito José, por lo que el príncipe Juan asumió las riendas del Gobierno de la monarquía lusa en calidad de regente. La regencia fue finalmente confirmada en 1792, cuando la reina María I empeoró aún más si cabe, afectada por los acontecimientos de la Revolución Francesa.

 
 
Retrato de Doña Maria I "la Loca" (1734-1816), Reina de Portugal, de Los Algarves y de Brasil entre 1777 y 1816; según Giuseppe Troni, 1783.


Este viraje de acontecimientos convino perfectamente al carácter ambicioso y a menudo violento de Carlota Joaquina. Desde entonces, y aún adolescente, siempre procuró entrometerse en los asuntos de Estado, buscando influenciar las decisiones de su esposo. Tal era su nivel de dominancia que pronto empezó a despreciar a don Juan, recurriendo a menudo al chantaje, a la intriga y a la presión conyugal siempre que no conseguía de éste lo que se había fijado obtener. Toda esta situación metió a la Casa Real Portuguesa en una situación de auténtica anarquía que, eventualmente, traspasó el ámbito cortesano para llegar a oídos del pueblo llano.

Obviamente, la princesa española no era un ejemplo modélico. Vivo retrato de su madre, tanto en lo físico como en lo moral, estuvo muy lejos de ser una mujer agraciada y querida. Aquejada de una cojera, al tener una pierna más corta que la otra, tenía además el tronco torcido por una malformación ósea en la espalda, dándole un aspecto de tener un hombro más alto que otro. Cuenta un historiador portugués (Octavio Tarquinio de Sousa) que era una mujer horrenda, huesuda, con una espalda desnivelada, de mirada hundida, de boca de rictus cruel y desdeñosa, con un cutis áspero y afeado por las cicatrices de la varicela y una proeminente nariz rojiza. Pequeña como una enana y patizamba, la describe como un alma ardiente, ambiciosa, inquieta, llena de pasiones, exenta de escrúpulos y con impulsos sexuales desbordantes.



Ver un retrato suyo en la madurez, nos recuerda terriblemente a su progenitora...

Fue tan querida entre sus súbditos, que llegaron a concederle el apodo de "La Arpía de Queluz"; lo de arpía lo dice todo, en cuanto a lo de "Queluz", es alusivo al palacio versallesco en el cual residía, el Palacio Real de Queluz, y que fue su residencia asignada hasta su temprana muerte a la edad de 54 años.

 
El Palacio de Queluz, la residencia real que pretendía emular a Versailles.


Porque se vió repetidas veces apartada de las decisiones claves, en las que se emperraba intervenir e inmiscuirse a todas horas, Carlota Joaquina formó a su alrededor, por despecho, toda una camarilla de nobles portugueses afines a sus ambiciones de poder y deseos intervencionistas en el Gobierno de la monarquía lusa, que conformaron su propio partido secreto. El objetivo de ese partido conspirador era el de conseguir apartar del poder al Príncipe-regente Juan, hacerse con su persona y declararlo incapaz de cuidar de los asuntos de Estado, igual que su madre la reina, que había perdido totalmente la chaveta.

Pese a las precauciones, en 1805, el famoso partido secreto "Carlotista" fue descubierto, sus miembros arrestados y acusados de conspirar contra el regente y su gobierno. El Conde de Vila Verde, ministro de Estado, inició la apertura de una investigación judicial rigurosa y el encarcelamiento de todos los implicados, y la princesa-regente no pagó más caro su "crimen de lesa-majestad" gracias a que don Juan, deseoso de evitar un escándalo público, se opuso a su encarcelamiento, prefiriendo confinarla en el Palacio Real de Queluz, disponiendo que él mismo se instalaría en el Palacio-Monasterio de Mafra (El Escorial portugués) para vivir separado de ella.

 
Retrato del Príncipe-Regente Don Juan VI de Portugal (1767-1826); obra de Domingos Sequeira, 1802.


Pocos años después (1807), el Príncipe-regente tuvo que organizar la huída de toda la Familia Real a Brasil, ante la inminente invasión de los ejércitos franceses de Napoleón. Pese a la caída del Imperio Napoleónico en 1814, Juan VI no consideró oportuno regresar a Portugal hasta que fue obligado por una revolución en 1820, que exigía su regreso y el de toda la familia real a Lisboa.

En 1816, tras la oportuna defunción de su madre y predecesora en el trono, Juan VI asumió el título de rey.

Opuesta abiertamente a la Revolución liberal de Oporto, acontecida el 24 de agosto de 1820, Carlota Joaquina fue la figura más notable del país a rehusar jurar la Constitución de 1822, juntamente con el cardenal-arzobispo de Lisboa, Carlos da Cunha e Menezes.

En consecuencia de ese gesto, que la convirtió en la figura de proa del partido reaccionario, la reina fue exiliada otra vez a Queluz, viviendo una vez más separada físicamente del rey Juan VI -quien eligió residir en el Palacio de Bemposta, en Lisboa-, y desde dónde siguió ejerciendo una intensa actividad política, promoviendo varias conspiraciones para derrocar a su marido y suspender la Constitución.

 
Retrato de Don Miguel de Braganza, Infante de Portugal (1802-1866).


Su residencia se convirtió en el principal foco de intrigas absolutistas, y a la reina se le imputa la enorme responsabilidad en los proyectos de los principales levantamientos reaccionarios de 1820, la Vilafrancada de 1823 y la Abrilada de 1824, tres intentonas de abolir el régimen constitucional, deponer al rey Juan VI y colocar en el trono al Infante don Miguel, hijo predilecto de Carlota Joaquina.

Tras "la Vilafrancada" de 1823, el rey acabó por suspender la constitución, prometiendo no obstante convocar en breve nuevas elecciones con el fin de redactar un nuevo texto constitucional. En ese intervalo de tiempo, Juan VI cohabitó nuevamente con la reina durante algunos meses, en paz y harmonía.



Poco después, el entendimiento de la real pareja se deshizo después de la Abrilada de 1824, cuando el Infante don Miguel intentó posesionarse del trono y venir en auxilio de su madre, auténtica jefa del partido absolutista en Portugal. Con el apoyo y respaldo de los embajadores de Francia y de Gran-Bretaña, Juan VI marchó a la guerra contra su hijo. Las consecuencias no sorprendieron: el Infante Miguel fue degradado y privado de su cargo de generalísimo del Ejército, y exiliado; en cuanto a su esposa, decretó que fuese desterrada para siempre en el palacio de Queluz, no debiendo más nunca reaparecer en la corte.



En 1826, sintiéndose con un pie en la tumba, el enfermo rey Juan VI (tal vez porque venían envenenándole con arsénico) nombró un consejo de regencia para que asumiera las riendas del gobierno tras su muerte, y el cual debía encargarse escoger al heredero del trono portugués, siendo presidido por su hija la Infanta Isabel María de Braganza. Hoy en día, se pone en tela de juicio, con dudas razonables, que el documento dispuesto por Juan VI fuera auténtico, ya que el monarca (según afirman los médicos y estudiosos actuales que analizaron sus vísceras encontradas en una urna de porcelana china, sepultada bajo una losa de los Infantes de Palhavâ, en el panteón real del Monasterio de San Vicente de Fora, y la grafología de su firma) ya se encontraba muerto en aquella fecha, y que le retiraba (o le retiraban?) de este modo a su mujer, Carlota Joaquina, la prerrogativa que desde siempre en la historia lusa le correspondía a una reina-viuda: el ejercicio de la regencia del reino durante la minoría de edad o ausencia del heredero de la Corona.

 
Retrato del Emperador Don Pedro I de Brasil (1798-1834).


El trono, finalmente, fue cedido a su hijo Pedro I, entonces emperador de Brasil, con el ordinal de Pedro IV de Portugal, con tal de evitar que Brasil se separase de la metrópoli. Sin embargo, y a imagen y semejanza de España, Portugal sufrió de una guerra civil entre Pedro IV y su hermano Miguel, pretendiente absolutista. La situación siguió siendo frágil tras la abdicación de Pedro IV en favor de su hija y heredera la reina María II.

 
Retrato de la Reina María II da Gloria de Portugal (1819-1853); obra de John Simpson, 1839.


En 1828, el derrocamiento de María II y la subida al trono de Miguel I como rey absoluto de Portugal, coronaron los esfuerzos de la reina-viuda Carlota Joaquina, que tanto había conspirado para que llegase a ceñir su hijo predilecto la corona. Pero la felicidad materna fue de corta duración y no pudo auxiliarle en la tarea de gobernar, pues falleció súbitamente (se sospecha que se suicidó) el 7 de enero de 1830. Cabe reseñar que Miguel le pagó con manifiesta ingratitud, olvidándose oportunamente darle término al destierro de su madre cuando ciñó la corona, causando en ésta un hondo y tremendo disgusto, amén de la consecuente amargura y desilusión.

La posteridad acusa a la reina Carlota Joaquina como instigadora de la muerte, por envenenamiento, de su marido el rey Juan VI. Según los historiadores lusos, ésta le habría suministrado naranjas envenenadas con arsénico inyectado, haciendo que Juan VI enfermase y muriese a fuego lento.

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