lunes, 31 de octubre de 2011

LOS FUNERALES REGIOS

Un Arte Macabro al Servicio del Poder




Mencionar los antecedentes históricos del arte funerario puede parecer, a estas alturas, un poco supérfluo para los que ya conocen cronológicamente su evolución a lo largo de los avatares de la humanidad. Sin embargo, más que ocuparnos de sarcófagos y ataúdes, queremos hacer especial hincapie en los añadidos que se implantaron en los ritos religiosos y que, de algún modo, guardan semejanzas entre si.


Interior de una tumba Etrusca (Italia).

Citar que en Europa todo empezó con la erección de túmulos y dólmenes, cuando en Egipto los faraones ya descansaban debajo de impresionantes pirámides, puede parecer repetitivo. Pero las honras al fallecido eran similares: tanto en el continente europeo como en el continente africano, asi como en Asia y América, los muertos eran enterrados con sus pertenencias y ofrendas alimenticias ya que se creía firmemente que la muerte era tan solo un tránsito hacia otra vida. Con más o menos abundancia, con más o menos riqueza, los muertos eran enterrados o sepultados con todo lo que habían poseído en vida: armas, utensilios de a diario, joyas, ropajes,... para que no les faltara de nada. Por supuesto, los reyes, reyezuelos, jefes de tribu, hechiceros, generales y altos dignatarios solían beneficiarse de una consideración post-mortem que no era concedida al común de los mortales.


Máscara mortuoria en oro del rey Agamemnón.


Máscara mortuoria en oro de una princesa Chen (China, siglo X).

Que fuera en Grecia, en China, en América del Sur o en Egipto, los monarcas se iban con todos los honores hacia sus últimas y elaboradísimas moradas. Y hay más: en todos esos países, los reyes y príncipes eran enmascarados con una faz de semblante hierático fabricada en oro, en jade o en madera pintada, en un vano intento de fijar en la eternidad su rostro con más o menos fortuna según el artista y orfebre. Buenas muestras de ello son las máscaras de oro de Agamemnón o de Tuthankamón, por citar a las más populares del siglo XX. En Europa, los enigmáticos etruscos fueron unos maestros en ese arte: no solo se contentaban con tallar, cincelar y esculpir sarcófagos con las efigies de los finados, tumbados o recostados, sino que además les excavaban en la roca viva su última morada, con salones y habitaciones que pudieran contener sus muebles y pertenencias que, a diferencia de los egipcios, no amontonaban esos enseres previamente desmontados, en algunos casos, en habitáculos reducidos que precedían la cámara mortuoria.


Recreación virtual del mausoleo subterráneo del primer emperador chino Qin Shi Huang.

Legendaria es la tumba del primer emperador chino, de la que se conservan citas sobre su magnificencia y grandiosidad bajo una montaña de tierra y piedras, y que se cree haber localizado recientemente. Se habla de una reproducción a escala del territorio chino, con sus ríos y mar de mercurio, de ejércitos petrificados y de tesoros de incalculable valor arqueológico. El hecho de haber descubierto tumbas imperiales menores, con sus momias de princesas y emperadores cubiertas por armazones de jade y piedras preciosas, dan una pequeña idea de lo que puede descubrirse si, finalmente, se consigue encontrar la entrada al templo funerario del primer emperador.



Y si los romanos son decepcionantes al reabrir sus tumbas, éstos observaban una costumbre oriental que consistía en moldear sobre el semblante de sus cadáveres una máscara de cera, que luego conservaban en sus casas y villas como retratos realistas en un lugar preferente que servía de "templo" particular, dónde les honraban de cuando en cuando. A esos recuerdos de sus muertos se sumaban bustos y estátuas a tamaño natural del finado o finada tallados en el mármol más impoluto. Y si en Grecia y Roma depositaban una moneda en la boca o un par sobre los ojos del muerto, para pagar su viaje a bordo de la barca de Caronte, en China a los emperadores y sus consortes se les introducía una gran perla apenas exhalado el último suspiro.


Los funerales de los reyes europeos


Sarcófagos policromados de Enrique I de Inglaterra y de Alienor de Aquitania en la Real Abadía de Fontevrault (Francia).

Europa es otro cantar. Desde la Edad Media hasta el Renacimiento, las tradiciones evolucionan y se perfeccionan. De sencillas losas desnudas hasta las grabadas de escudos en relieve, excarvadas en los suelos de iglesias y catedrales, se pasa a sarcógafos diminutos que sirven de osarios como antiguamente se hacía en Israel, empotrados en lo alto de las capillas y policromados. Pronto se esmeran los artistas y maestros artesanos góticos: los sarcófagos se agrandan hasta contener el cuerpo entero del monarca, y sus pesadas tapas son delicadamente esculpidas con sus efigies adornadas con sus símbolos de soberanía, agarrando con elegancia sus cetros flordelisados y la testa recostada en un cojín y ceñida con sus coronas reales, arropados en sus mantos y túnicas de gala, y con los pies descansando sobre el flanco de un lebrel. Mármoles, alabastros, granitos, maderas e incluso bronces dorados serán cincelados para reproducir los rasgos de reyes, reinas, príncipes y princesas lo más fielmente posible; y para darles más realismo, las pintarán como si estuvieran de cuerpo presente. Colmo de ingeniosidad: consiguen incluso enmarcar esas regias tumbas bajo pequeñas capillas flamígeras que descansan sobre delicadas columnas.


Sepulcro encastrado del rey-emperador Alfonso VII de Castilla, justo debajo del Infante Pedro de Aguilar, bastardo del rey Alfonso XI, en la Capilla Mayor de la Catedral de Toledo. Aunque muerto en 1157 (siglo XII), los restos de Alfonso VII fueron ubicados en distintos sitios del templo toledano hasta que, a finales del siglo XV, su sepultura fue definitivamente colocada en su actual emplazamiento por orden del Cardenal Cisneros.


Tumbas Reales de los Condes de Barcelona y Reyes de Aragón, Pedro II "el Grande", Jaime II "el Justo" y Blanca de Anjou, en el Real Monasterio de Santes-Creus (Tarragona, Catalunya); los sarcófagos, antiguas bañeras romanas de porfirio, fueron especialmente traídas de Italia para acoger los restos de padre e hijo y nuera, siendo posteriormente añadidas las efigies esculpidas de los monarcas y los templetes góticos -originalmente policromados- que los resguardan (1307).


Tapa del sarcófago con efigie yaciente del Caballero Jean d'Alluye (Francia, siglo XIII).


Conjunto escultórico funerario para la tumba de Philippe Pot, Señor de La Roche-Pot.

Con la ola renacentista en el Sur del viejo continente, los difuntos ilustres siguen tronando sobre sus pesados sarcófagos, aunque en ocasiones algunas tumbas acaben siendo auténticas composiciones escultóricas de dos piezas: el osario o sarcófago por un lado, y la figura del finado tronando desde lo alto como un héroe de guerra que medita sobre su existencia, tal y como hizo con un Médicis el gran Michelangelo Buonarrotti, con reminiscencias de la antigua Roma Imperial.


El rey ha muerto, ¡viva el rey!


Mausoleo del rey Luis XII de Francia y de su segunda esposa la Duquesa Ana de Bretaña, en la Real Abadía de Saint-Denis (Francia).

Se cree que, sacado de la ceremonia de los regios funerales, nació la invención de los monumentos renacentistas de dos pisos en la Europa del Norte. Concretamente en Francia y desde el reinado de Carlos VI "el Loco", a la muerte del monarca se realiza una efigie funeraria de éste con su rostro moldeado con cera directamente sobre la cara, vestido con sus ropajes de la coronación y con la diadema real en las sienes, en posición orante o sosteniendo el cetro y la mano de Justicia y al que se sirve, tres veces al día, solemnes comidas respetando el habitual desfile de platos. Generalmente dispuesto sobre una cama engalanada, el maniquí del difunto rey representa la permanencia de la monarquía. Además de la coreografía de las comidas, se añaden los desfiles de príncipes llevando una barba dorada postiza en señal de duelo, y de nobles, clérigos, burgueses y gente común que acuden para despedir al finado en respetuoso silencio.


Mausoleo del rey Enrique II de Francia y de su consorte la reina Catalina de Médicis, en la Real Abadía de Saint-Denis, necrópolis de los soberanos galos / Abajo, detalle de las efigies de los mismos monarcas.



Estátua yaciente de la reina Elizabeth I de Inglaterra e Irlanda, sobre el sarcófago que guarda sus restos, en la Real Abadía de Westminster (Londres, Inglaterra, s. XVII).


Vista parcial del mausoleo del Primer Duque de Lesdiguières y de Vizille, último Condestable de Francia, con su efigie recostada y esculpida en alabastro, obra de los hermanos Jean y Jacob Richier (Francia, 1610); Originalmente situado el conjunto funerario en la capilla edificada junto al castillo de Lesdiguières, en ruinas desde 1692 tras sufrir un incendio, el mausoleo fue finalmente rescatado en 1798 y trasladado a la capilla de Saint-Pierre de la Catedral de Gap hasta 1836; tras varios traslados, fue finalmente instalado en la Sala de Armas del Museo de Gap (1972). El monumento contenía originalmente ocho ataúdes (del duque, de su esposa, de su hijo primogénito, de su yerno, de su hija, entre otros...) y los restos fueron finalmente sepultados en el castillo de Sassenage, cerca de Grenoble, en 1822.


El día de la inhumación, el ataúd es depositado dentro de un catafalco mientras la efigie regia es colocada sobre una plataforma superior. De este modo, la doble tumba de los reyes Luis XII y Ana de Bretaña traduce en mármol las arquitecturas efímeras de los funerales en la Real Abadía de Saint-Denis. Las otras dos tumbas dobles de los reyes Francisco I y Enrique II con sus respectivas consortes, son construídas según el mismo modelo: abajo, los cuerpos, generalmente representados de manera macabra; arriba, las efigies de almas serenas que rezan para elevarse hacia Dios.

Tumba del rey Enrique IV de Francia y de Navarra, Real Abadía de Saint-Denis, 1610 / Abajo, Tumba del rey Luis XIV de Francia y de Navarra, en el panteón real de Saint-Denis, 1715. Ambos nichos fueron, como todas las tumbas reales, profanados y los cadáveres embalsamados mutilados por los revolucionarios y luego enterrados en una fosa común hasta que, durante la IIª Restauración, fueron exhumados y recolocados en sus respectivas tumbas por el rey Luis XVIII.



Después de los Valois y a diferencia de éstos, los Borbones (de Enrique IV a Luis XV) optarán por ser inhumados en féretros de plomo encerrados por otros de madera bajo losas sencillas o en nichos ricamente adornados con esculturas en bajo relieve. Pese al cambio, se seguirá observando la costumbre de utilizar un maniquí con el semblante del rey para las exequias, permaneciendo arrodillado sobre una cama y rezando de cara al altar desde un lugar preferente de la abadía a lo largo del reinado siguiente y así sucesivamente.


Busto funerario en cera policromada del rey Enrique VII de Inglaterra, que formaba parte del maniquí para la remembranza en el momento de sus solemnes funerales en Westminster / Abajo, cabeza policromada de la reina María I de Inglaterra.


Los ingleses copiarán, desde el siglo XV, punto por punto esas ceremonias fúnebres que acabarán extendiéndose a gran parte de Europa del Norte (Suecia, Dinamarca, Países-Bajos, Polonia, Alemania, Austria,...), incluyendo al maniquí regio con sus máscaras de cera moldeadas y pintadas con más o menos éxito. Los grandes señores, no queriendo ser menos que sus monarcas, imitarán el ceremonial y tendrán sus propios maniquís, además de sus efigies esculpidas y policromadas sobre sus catafalcos que siguen haciendo las delicias de los turistas que visitan las iglesias, capillas y catedrales, y en las que demasiadas veces muestran su vandalismo con grafitis y amputaciones de manos, narices y pies.


Sepulcro de Henry Howard y Lady Frances De Vere, Condes de Surrey, con sus estátuas yacientes y orantes, sus escudos heráldicos e inscripciones en bajo relieve.


La evolución de la efigie real: del servicio fúnebre al museo de cera


Maniquí funerario de la reina Elizabeth I de Inglaterra; en el siglo XVIII su vestido estaba tan ajado que tuvieron que hacerle uno nuevo para sustituir el original caído en girones, y que dista mucho de ser exacto al de inicios del siglo XVII.

Durante la Revolución Francesa, se cometieron irreparables barbaridades: a las violaciones de sepulturas reales y nobles, se sumó la quema indiscriminada de los maniquís de reyes y príncipes y la destrucción sistemática de numerosos panteones. Por suerte, en Gran-Bretaña, se siguen conservando milagrosamente muchas efigies reales y principescas que fueron utilizadas entre el siglo XV y el siglo XVIII, tal y como se puede ver en el museo de la Real Abadía de Westminster, y que consiguieron sobrevivir a una revolución y a los infernales bombardeos alemanes. Los maniquís de Enrique VII, de María I, de Elizabeth I, de Carlos II, de Guillermo III y de María II, de Ana I, de la duquesa de Richmond, de los tres Jorges (Jorge I, Jorge II, Jorge III) siguen suscitando curiosidad entre los visitantes del templo y sirvieron, a finales del siglo XVIII, para que Madame Tussaud realizara sus copias en cera para su museo londinense después de abandonar la Francia revolucionaria, dónde sus últimos trabajos no eran más que siniestras representaciones de nobles y políticos recién guillotinados. Podríamos pues afirmar, sin equivocarnos mucho, que Madame Tussaud perpetuó en cierto modo esa antigua costumbre europea de inmortalizar a los ilustres muertos.


Otra efigie funeraria de la reina Elizabeth I de Inglaterra -obviamente rejuvenecida-, y con gorguera.


Efigie funeraria a tamaño real del rey Carlos II de Inglaterra con el hábito de Gran Maestre de la Orden de la Jarretera, realizado en febrero de 1685; la impresionante figura tronó durante 150 años sobre la tumba del finado hasta que fue trasladada al museo de Westminster Abbey / Abajo, fotografía de la misma en 1896, realizada por Sir Benjamin Stone.



Efigie funeraria en cera del rey Guillermo III de Inglaterra.

Hoy en día, no hay nación que no cuente, entre sus atracciones turísticas, con algún museo de cera donde estén representados sus monarcas, políticos, militares, famosos e incluso asesinos de todas las épocas, gracias a la influencia de Madame Tussaud.

En cuanto a la tradición funeraria de confeccionar maniquís regios, acabó por ser abandonada en los albores del siglo XIX.

Cita de la Semana



"La libertad de una democracia no está a salvo si el pueblo tolera el crecimiento del poder privado hasta tal punto que se hace más fuerte que su estado democrático. Eso es, en esencia, fascismo gubernamental por un individuo, por un grupo."

frase de: Franklin Delano Roosevelt, Presidente de EE.UU. (1882-1945).

lunes, 24 de octubre de 2011

Cita de la Semana



"No te rías de la tontería de los demás! Puede representar una oportunidad para ti."

frase de: Sir Winston Spencer-Churchill, político y Primer Ministro de Gran-Bretaña (1874-1965).

jueves, 20 de octubre de 2011

CAROLINA DE BRÜNSWICK, la desafortunada mujer de Jorge IV -2-

CAROLINA DE BRÜNSWICK
-WOLFENBÜTTEL
1768-1821



PRINCESA DESDEÑADA, REINA MALTRATADA
-IIª PARTE-


Exilio y rumores

Retrato de Robert Stewart, Lord Castlereagh (1769-1822), posteriormente 2º Marqués de Londonderry (1821), fue Secretario de Estado para Asuntos Exteriores entre 1812 y 1822, año en que se suicidó.


Cansada y asqueada por su situación y el trato dispensado, Carolina negociará finalmente con el Secretario de Asuntos Exteriores, Lord Castlereagh, una salida más o menos honrosa para ella: a cambio de abandonar Gran-Bretaña, recibirá una renta anual de 35.000 libras Esterlinas. Al enterarse de aquella decisión, tanto Brougham como la Princesa Carlota Augusta se aterraron: con la ausencia de la Princesa de Gales, se ponía un punto final a la campaña de oposición al Príncipe-Regente y a cualquier posibilidad de contrarrestar su poder... Nada pudieron hacer para convencerla de que no tirase la toalla.


Retrato de Henry Brougham, 1er Barón Brougham y Vaux (1778-1868), abogado y político Whig que se hizo popular al defender la causa de Carolina de Brünswick durante el juicio de 1820. Se convirtió en el líder de los liberales y en Lord Canciller entre 1830 y 1834.

El 8 de agosto de 1814, Carolina abandonaba Inglaterra para regresar a Brünswick. Tras dos semanas de estancia en su tierra natal, puso rumbo a Italia pasando por Suiza. En el curso de sus viajes, quizás en Milán, conoció a un tal Bartolomeo Pergami al que empleó como sirviente. En cuestión de semanas, Pergami acabó dirigiendo la domesticidad de la Princesa junto con su hermana la Condesa Angelica di Oldi, que se convirtió en su dama de compañía. A mediados de 1815, Carolina compraba un palacio a orillas del Lago Como, la Villa d'Este, pese a no tener grandes recursos financieros.


Caricatura de la Princesa Carolina de Gales dando un paseo con su "hombre de confianza" Bartolomeo Pergami, a orillas del Lago Como. / Abajo, fotografía actual de la vasta Villa d'Este frente al lago, hoy convertida en un hotel de lujo.


A primeros de año de 1816, ella y Pergami partieron de crucero por el Mediterráneo haciendo escala en Elba, en Sicilia (donde Pergami obtuvo su ingreso en la Soberana Orden Militar de Malta y un título de barón), en Túnez, Malta, Milos, Atenas, Corinto, Constantinopla, Nazaret, Jerusalén y, en agosto, regresaron a Italia haciendo escala en Roma donde el papa les concedió audiencia. La gira mediterránea de Carolina dando el brazo a Bartolomeo Pergami y compartiendo mesa como iguales levantó todo tipo de rumores en Europa. El mismo Lord Byron contribuyó a que se multiplicaran los chismorreos al decir que la Princesa de Gales y Pergami eran amantes. Incluso un agente de la corte de Hannover, el Barón Ompteda, sobornó a los criados de la Princesa para que le trajeran pruebas tangibles de sus relaciones sexuales con Pergami, pero fue todo en vano. No encontró ni un solo indicio sobre la tan cacareada infidelidad de la Princesa con el italiano que, por cierto, también estaba casado.


La Villa Caprile, en las cercanías de Pesaro (Italia), a vista de pájaro.

En un momento dado y por culpa de las crecientes deudas que se iban acumulando, Carolina tuvo que vender la dispendiosa Villa d'Este e instalarse en una más modesta: la Villa Caprile, en las cercanías de Pesaro, en agosto de 1817. Allí, toda la familia de Pergami se trasladó a vivir bajo el techo de Carolina, a excepción de la esposa del italiano.


Retrato de la Princesa Carlota Augusta de Gales (1796-1817), la malograda heredera del Príncipe-Regente y de la Princesa Carolina de Gales que falleció de sobreparto.

En noviembre del mismo año, la única hija de Carolina y Jorge, la Princesa Carlota Augusta, fallece después de un mal parto en el que da a luz a un niño muerto. Se había casado con el Príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha el año anterior. La repentina muerte de la heredera del trono, muy popular en Gran-Bretaña, sumió a los ingleses en la más honda tristeza. Para colmo, el Príncipe-Regente rehusó informar a la madre de tamaña pérdida delegando semejante deber en su yerno... Aplastado por el dolor, el príncipe Leopoldo no consiguió escribir a su suegra hasta semanas después. Sin embargo, un correo escrito por el propio Jorge y destinado al papa para informarle de la muerte de su heredera, fue el que dio la noticia de modo accidental a Carolina. Al enterarse de esa forma, Carolina se derrumbó.


Propuesta de divorcio


Retrato de Jorge Augusto Federico, Príncipe de Gales (1762-1830), Regente de Gran-Bretaña e Irlanda y de Hannover desde que su padre fuera declarado incapacitado para reinar, y más conocido como "el Príncipe-Regente", en un lienzo conmemorativo de 1815 según Sir Thomas Lawrence.

Empecinado en obtener la separación legal de su mujer, el Príncipe-Regente no cejó en sus intentos por encontrar hasta la más nimia prueba de adulterio que pusiera contra las cuerdas a Carolina. Pero todas sus actuaciones fueron vanas y nunca producían el efecto deseado. Pese a nombrar otra comisión encargada de examinar con lupa la vida íntima de su consorte en Italia, con el convencimiento de que ésta convivía en concubinato con Pergami, aquella fracasó estrepitosamente. Ni los interrogatorios al personal doméstico de la Villa Caprile, ni las pesquisas humillantes hasta en su dormitorio, revelaron algo con que acusar a la Princesa de Gales de adúltera. Harta de esa persecución, Carolina informó a Brougham que estaba dispuesta a divorciarse siempre y cuando le concediesen, a cambio, una renta adecuada a su rango y mucho más generosa que la anterior. Por desgracia, una separación de mútuo acuerdo era ilegal en Inglaterra: solo se podía conceder el divorcio cuando uno de los dos admitía haber cometido adulterio. Ante esa réplica, Carolina sentenció que le era totalmente imposible admitir semejante cosa pese a que Brougham le representó que era la única fórmula para conseguir una separación.


Retrato de Carolina de Brünswick-Wolfenbüttel, Princesa de Gales (1768-1821).


En los tiros y afloja de las negociaciones entre Londres y Pesaro, el Gobierno Británico barajó incluso la posibilidad de que Carolina dejase de ser "Su Alteza Real la Princesa de Gales" para ser "Su Alteza la Duquesa de Cornualles"... Las discusiones duraron hasta finales de 1819, cuando Carolina viajó a Francia y se especulaba con su posible regreso a Inglaterra. En enero de 1820, sin embargo, planeó regresar a Italia hasta que, el 29 del mismo mes, se supo de la muerte de su suegro el rey Jorge III. Puesto que su marido se convertía en el nuevo rey de Gran-Bretaña e Irlanda y de Hannover, Carolina se convertía automáticamente en la Reina consorte.


Reina ninguneada


Retrato oficial del Rey Jorge IV de Gran-Bretaña e Irlanda y de Hannover, según Lawrence.

En el momento en que su marido se convierte en el rey Jorge IV de Gran-Bretaña e Irlanda y de Hannover, Carolina espera como poco que se le otorgue naturalmente el tratamiento que corresponde a una consorte real. Sin embargo, y dada su "separación" y lejanía, Carolina se encontrará peor parada. El primer síntoma se produjo cuando, de visita en Roma, vio rechazada su petición de audiencia con el papa y que el cardenal Consalvi, primer ministro del Santo Padre, rehusó tratarla de otro modo que como "Su Alteza Serenísima la Duquesa de Brünswick-Wolfenbüttel"!


Retrato esbozado de la Reina Carolina de Gran-Bretaña e Irlanda y de Hannover, fechado en 1820 y realizado por Sir George Hayter.

Hondamente dolida por los sucesivos desaires recibidos y en un intento por reivindicar sus derechos como consorte real, planeó regresar de inmediato a Inglaterra. Ante la iniciativa de su mujer, Jorge IV pidió a sus ministros que se deshicieran de ella y le dieran largas, que la borrasen de la liturgia de la Iglesia de Inglaterra,... en pocas palabras: que la ninguneasen hasta hacerla invisible. Sin embargo, el Gobierno no se atrevió a abordar la petición de divorcio de Jorge IV por miedo a las consecuencias que podría traer un juicio público contra Carolina. En ese momento precisamente, el Gobierno de Su Graciosa Majestad no gozaba del favor popular y un juicio de tal magnitud, con los escabrosos a la par que jugosos detalles de la vida privada de los reyes, expuestos por los abogados de ambas partes, no harían otra cosa que ahondar aún más la ya notoria impopularidad del monarca y desestabilizar por completo a su Gobierno. Antes que correr semejante riesgo, el primer ministro optó por la negociación con la reina consorte: Londres ofrecía a Carolina un sustancial aumento en su renta anual -50.000 libras Esterlinas-, a cambio de que permaneciera lejos de Gran-Bretaña.

Antes de inicios del mes de junio de 1820, la reina Carolina abandonó el Norte de Italia para trasladarse a la localidad francesa de Saint-Omer, cerca del puerto de Calais y, aconsejada por Matthew Wood y Lady Anne Hamilton, rechazó de plano la oferta del Gobierno Británico. Despidió a Pergami y se embarcó rumbo a Inglaterra, decidida a librar batalla. A su llegada, el 5 de junio, estallaron de inmediato varias revueltas populares que apoyaban su causa. Carolina se había convertido en la figura de proa de un movimiento de oposición radical que exigía una reforma política dirigida contra el gobierno del impopular Jorge IV.


Cuadro reproduciendo el sonado juicio de la reina Carolina en la Cámara de los Lores en Westminster, en julio de 1820.

Lejos de amedrentarse, Jorge IV persistió en la necesidad de divorciarse de Carolina y echó mano de las evidencias recogidas por la comisión de Milán para presentarlas en el Parlamento. Días después, el 15 de junio, la Guardia de las Reales Caballerizas se amotinó y, a duras penas, el Gobierno consiguió contener y reprimir una revuelta que amenazaba con repetirse y extenderse. Mientras, el Parlamento retrasó el momento de examinar las evidencias presentadas por el rey hasta ponerse de acuerdo sobre la forma de llevar tal investigación aunque, el 27 de junio, quince Pares de la Cámara de los Lores examinaron secretamente el contenido de los documentos facilitados en dos grandes bolsas verdes por el interesado. Los Pares consideraron que las evidencias aportadas eran escandalosas y, una semana después, tras transmitir su informe a la Cámara, el Gobierno presentó un proyecto de ley en el Parlamento que pretendía quitar a Carolina su título de reina consorte y pronunciar la disolución de su matrimonio (Pains and Penalties Bill, 1820). Se dijo abiertamente que Carolina había cometido adulterio con un hombre de inferior condición social (Bartolomeo Pergami), y varios testigos fueron llamados a declarar durante la lectura del proyecto de ley, en el Parlamento, como si se tratase efectivamente de un juicio público contra la reina. Aquel juicio causó sensación: se revelaron morbosos detalles sobre la dudosa familiaridad existente entre Carolina y Pergami, en los que varios testigos afirmaron que ambos habían compartido habitación, que se habían besado y que habían sido vistos juntos en paños menores...

Tras el sensacionalismo de aquellas sesiones, el proyecto de ley fue aprobado por la Cámara de los Lores pero, en vista de la improbabilidad de que fuera refrendada y votada unánimamente por la Cámara de los Comunes, se abstuvieron de presentarla a los diputados y se quedó en eso: un proyecto.

Bromeando con sus amigos, la reina Carolina admitió haber cometido adulterio tan solo una vez en su vida: con el marido de la Sra. Fitzherbert, el Rey!


Retrato de la reina Carolina de Gran-Bretaña a sus 52 años, 1820.

Durante aquel juicio, la reina se volvió inmensamente popular entre los británicos. Buena prueba de ello fueron las 800 peticiones y cerca de un millón de firmas a favor de su causa. Como cabeza de la oposición que reivindicaba una profunda reforma política, no fueron pocos los pronunciamientos revolucionarios que se hicieron en nombre de Carolina:

-"Todas las clases encontrarán en mi una sincera amiga de sus libertades y una celosa defensora de sus derechos."


-"Un gobierno no puede impedir la marcha del intelecto como tampoco puede frenar las mareas o el curso de los planetas."

Pero, con el final del juicio, la alianza de Carolina con los radicales tocó a su fin. El Gobierno volvió a ofrecerle las 50.000 libras de renta anuales y sin las condiciones anteriores, y Carolina aceptó.


Extraño final


Retrato del Rey Jorge IV de Gran-Bretaña (1762-1830), realizado en 1822 por Sir Thomas Lawrence.

Pese a todas las tentativas de Jorge IV por desacreditarla y cubrirla de ridículo, Carolina retuvo en sus manos esa fuerte popularidad entre las masas que le dieron el suficiente coraje como para seguir luchando por sus derechos, como el de querer presenciar en lugar preferente la consagración y coronación, en Westminster, de su marido como rey de Gran-Bretaña e Irlanda, fijada para el 19 de julio de 1821.

Pese a las advertencias de Lord Liverpool, que le rogó que no se presentara a la ceremonia, Carolina hizo caso omiso. El día de la celebración en Westminster, la reina se presentó e intentó acceder a la real abadía sin éxito. Se le negó el paso tanto por la puerta principal como por las del Claustro del Este y del Claustro del Oeste. Lejos de amedrentarse y darse por vencida, lo intentó por última vez utilizando la galería de Westminster Hall que conectaba con la abadía, donde precisamente se concentraban pacientemente muchos de los invitados a la coronación, a la espera de tomar sus asientos asignados... Un testigo presencial relató entonces cómo la reina se topó con las bayonetas de la Guardia Real -cruzadas bajo su mentón- cortándole el acceso a la abadía, y cómo el Lord Chambelán le dio un sonado portazo en las narices.

Carolina decidió entonces probar por la entrada de la Esquina del Poeta (Poet's Corner), donde se topó con Sir Robert Inglis, quien desempeñaba su oficio de "Gold Staff". Éste consiguió finalmente persuadir a la reina para que regresara a su carruaje y se alejase de la abadía, y dejase de hacer el ridículo.


19 de Julio de 1821, Abadía de Westminster, Londres: Jorge IV es coronado rey de Gran-Bretaña e Irlanda...

Con su patética exhibición en la coronación de Westminster, Carolina perdió numerosos apoyos y se convirtió en el hazmerreír de los salones londinenses. Incluso Brougham, su gran defensor en el Parlamento, admitió su disgusto ante tan indigna conducta.

La misma noche, Carolina cayó repentinamente enferma y tomó grandes cantidades de leche de magnesia con algunas gotas de laudano, en un vano intento por aminorar su malestar. En las tres semanas siguientes, sufrió cada vez más de atroces dolores, haciéndose patente la progresiva deterioración de su salud. Cayendo en la cuenta que le queda poco para morir, Carolina pone orden en sus asuntos: sus papeles, sus cartas, sus diarios son quemados al instante; redacta un nuevo testamento y nuevas disposiciones para su funeral y entierro, deseando ser sepultada en su tierra natal, Braunschweig, y que su tumba lleve el siguiente epitafio "Aqui yace Carolina, la Maltratada Reina de Inglaterra".

El 7 de agosto de 1821, en Brandenburg House, a las 22:25 de la noche y a la edad de 53 años, la reina Carolina dejaba de existir...



Sus médicos determinaron que había fallecido probablemente a causa de una obstrucción intestinal, aunque también se barajó que podía haber padecido un cáncer. Sin embargo, nada más saberse la noticia en Londres, corrió el rumor de que la habían envenenado. Para agravar aún más la sospecha de una mano invisible implicada en la súbita muerte de la reina, se supo que un tal Stephen Lushington, leal al rey y agente del Primer Ministro Lord Liverpool, estuvo al tanto de la evolución de la moribunda desde el principio hasta el final y que envió detallados informes a Downing Street. El caso es que se desconocen las razones del por qué de esa vigilancia a la moribunda y la documentación rescatada de los archivos gubernamentales ha llegado hasta nosotros fragmentada, llena de lagunas, por no decir que ha sido previamente censurada y que por ello faltan muchas páginas, misteriosamente perdidas.


Retrato de Robert Jenkinson, 2º Conde de Liverpool (1770-1828), Primer Ministro de 1812 a 1827, según Sir Thomas Lawrence, 1827.

Ante el temor de unas más que probables revueltas populares, Lord Liverpool ordenó que se trazara una ruta oficial que circundara la ciudad de Londres para el convoy funerario, y que la procesión fuera fuertemente escoltada por soldados de la Guardia Real. Por desgracia para el Gobierno, el convoy se topó con que la ruta oficial fue inmediatamente obstruída por numerosas barricadas populares, lo que obligó a Sir Robert Baker a planear una ruta alternativa a través de la capital. Al cruzar las calles de Londres, la procesión se topó con un gentío indignado que acogió a la guardia de honor a golpes de ladrillo y a pedradas, y la situación degeneró en un enfrentamiento que se saldó con dos víctimas del público. En consecuencia, Sir Robert Baker fue fulminantemente destituído de su cargo de Magistrado Jefe Metropolitano.

La procesión que llevaba el cuerpo sin vida de la reina de Gran-Bretaña e Irlanda y de Hannover, pudo finalmente llegar a Harwich por la ruta de Romford, Chelmsford y Colchester, bajo una intensa lluvia. El 16 de agosto, el ataúd fue embarcado y llegó el 24 a Braunschweig, siendo al día siguiente sepultado en la catedral de la ciudad ducal.



domingo, 16 de octubre de 2011

Cita de la Semana



"Aunque seas casto como el hielo y puro como la nieve, no por ello escaparás de la calumnia."

frase de: William Shakespeare, dramaturgo, poeta y actor (1564-1616).

viernes, 14 de octubre de 2011

CAROLINA DE BRÜNSWICK, la desafortunada mujer de Jorge IV -1-

CAROLINA DE BRÜNSWICK-WOLFENBÜTTEL
1768 - 1821


PRINCESA DESDEÑADA, REINA MALTRATADA
-Iª PARTE-



La duquesa Carolina Amelia Elisabeth de Brünswick-Wolfenbüttel nació el 17 de mayo de 1768 en la localidad alemana de Braunschweig, capital del ducado del mismo nombre, hija del Duque Carlos II Guillermo Fernando de Brünswick-Wolfenbüttel y de la Princesa Augusta de Gales, hermana mayor ésta del rey Jorge III de Gran-Bretaña.


Ambiente familiar


Retrato de la Princesa Augusta de Gales, Duquesa de Brünswick-Wolfenbüttel-Lüneburg (1737-1813), según un pastel de Liotard. La madre de Carolina era la primogénita de los entonces Príncipes de Gales Federico-Luis de Hannover y Augusta de Sajonia-Gotha, hermana del rey Jorge III de Gran-Bretaña e Irlanda y nieta de los difuntos reyes Jorge II y Carolina de Brandenburg-Ansbach.

El matrimonio de sus padres, celebrado en Saint-James Palace en 1764, no fue precisamente un lecho de rosas, sobretodo para la madre que, apenas llegada a su nuevo hogar, se vio eclipsada por la amante del que se convertía en su marido, y relegada a vivir en una residencia mal acondicionada y carente de toda comodidad. Hasta que no se mandó construír una residencia digna en la localidad de Zückerberg (al Sur de la capital ducal), la duquesa Augusta rehusó instalarse de manera permanente en lo que era su nueva patria, prefiriendo residir en Inglaterra; la situación duró hasta 1768, año en que, por fin alistada la nueva residencia ducal, Augusta se decidió a residir de forma permanente en Zückerberg, rebautizando su palacio con el nombre de "Richmond". La boda, obviamente, no era otra cosa que un arreglo político y los contrayentes se miraban con cordial indiferencia. A la duquesa le resbalaba, en cierto modo, que su marido tuviera sus devaneos con Maria-Antonia Branconi o Luise Hertefeld, y esa actitud de frialdad ante las infidelidades del marido fueron interpretadas, en general, como una señal visible de su innata arrogancia. Para colmo, su popularidad se vio seriamente mermada cuando su primer hijo varón nació con alguna tara física. Tampoco aparecía en los eventos públicos de la corte de Brünswick, ya que su suegra* seguía ocupando el cargo de primera dama y no estaba para nada dispuesta en cederle el puesto. Hasta 1773, año en que el duque Carlos Guillermo Fernando se convierte en regente del ducado y la suegra es invitada a retirarse del primer plano, la duquesa Augusta se abstiene de aparecer en las ceremonias cortesanas. En 1780, es el suegro** quien fallece y Carlos II Guillermo Fernando se convierte en el duque soberano de Brünswick-Wolfenbüttel, y Augusta se convierte en duquesa consorte.


Retrato del Duque Carlos II Guillermo Fernando de Brünswick-Wolfenbüttel-Lüneburg (1735-1806), según Batoni en 1767. El padre de Carolina era un eminente jefe militar al servicio del rey de Prusia y un ejemplo de déspota ilustrado.


La Familia Ducal de Brünswick-Wolfenbüttel reunida entorno al Duque Carlos I (1713-1780) y su esposa la Princesa Felipina-Carlota de Prusia (1716-1801), en un lienzo de la década de 1760.

Por aquella década de 1770, la duquesa Augusta ya ha cumplido con su deber de esposa. Es madre de siete retoños de entre los cuales cuatro son varones y las restantes féminas. La duquesita Carolina, nacida en 1768, es la tercera precedida en la cuna por la primogénita Augusta Carolina Federica Luisa (n.1764), y por su hermano el duque heredero Carlos Jorge Augusto (n.1766). Tras ella vinieron tres hermanos más: Jorge-Guillermo (n.1769), Augusto (n.1770) y Federico-Guillermo (n.1771), siendo los dos primeros excluídos de la línea de sucesión al trono ducal al ser declarados oficialmente como "inválidos". La última nacida, Amelia Carolina Dorotea Luisa, tan solo vivió unos meses... de noviembre de 1772 a abril de 1773.

En 1780, la mayor de sus hijas contraía matrimonio con el Duque Federico III de Württemberg. Una década después, era el heredero quien casaba con la Princesa Federica Luisa Guillermina de Orange-Nassau. Este último, por cierto, se convirtió en un personaje rechoncho y gordo, casi ciego, que intentaba emular a su padre y rozaba intelectualmente la imbecilidad hasta el punto de hacerse insoportable a sus interlocutores por su verborrea inconexa. Para colmo, sentía tal devoción por su esposa que ésta le dominaba por completo.

Retrato de Jorge Augusto Federico de Hannover, Príncipe de Gales (1762-1830), presunto heredero de Gran-Bretaña e Irlanda y primogénito de los reyes Jorge III y Carlota-Sofía de Mecklenburg-Strelitz, según el artista inglés Beechey. El novio de Carolina era poco menos que su primo-hermano; tenía de fama de engreído, borracho, juerguista, derrochador, mujeriego y extravagante, además de ser odiado por el pueblo.


Cinco años más tarde, fue el turno de nuestra Carolina que, con 26 primaveras y a punto de cumplir los 27, se veía enviada a Londres para unirse al heredero del trono británico, el Príncipe de Gales, con el que la habían prometido sus padres en 1794. Ni siquiera los consuegros se dieron la molestia de concertar un primer encuentro entre los novios antes de pasar por el altar, para ver si congeniaban o se agradaban. Carolina cruzaba el Canal de la Mancha para convertirse en la consorte de un completo desconocido.


La boda de los Príncipes de Gales



A sus 26 años, la duquesa Carolina de Brünswick-Wolfenbüttel pasaba por ser una mujer del montón, agradable y lo suficientemente agraciada como para no calificarla de fea, pero tenía malos hábitos. Denostada por su grosería y su vulgaridad, tampoco ayudó su extraordinaria falta de aseo. Nunca encontraba motivo suficiente para sumergirse en una bañera, lo que llevó a algunos contemporáneos a decir que "olía como un corral de granja". Con semejante publicidad, no nos ha de extrañar la inicial reticencia del Príncipe de Gales por ese matrimonio forzado.


Grabado representando al Príncipe de Gales el año de su enlace con la Princesa Carolina de Brünswick-Wolfenbüttel, 1795.


Retrato de Mary-Anne Smythe-Fitzherbert (1756-1837), más conocida como la Sra. Maria Fitzherbert. Tras casarse por dos veces y enviudar sucesivamente de Edward Weld de Lulworth Castle y de Thomas Fitzherbert, se convirtió en la gran amante del Príncipe de Gales a partir de 1784 y llegaron a casarse en secreto el 15 de diciembre de 1785, desafiando el Acta de Matrimonios Reales de 1772 que prohibía expresamente a cualquier miembro de la familia real contraer matrimonio sin el permiso del rey y de su consejo privado.

Por aquel entonces, el heredero de la corona de San Eduardo se vio en la tesitura de asentir ante la propuesta matrimonial presentada por sus padres los reyes Jorge III y Carlota-Sofía. Había contraído un matrimonio ilegal -a ojos de la ley inglesa- con la Srta. Fitzherbert, súbdita católica y, para más inri, le agobiaban colosales deudas. A cambio de la liquidación total de sus acuciantes deudas y de un aumento de sus rentas, su real padre le exigió que se deshiciera de su "querida" y que casara con una prima-hermana, hija de su tía paterna la Duquesa Augusta de Brünswick-Wolfenbüttel. Pudiendo más el dinero que los sentimientos, y muy a su pesar, el Príncipe de Gales se sometió echando de su cama y de su casa a la Srta. Fitzherbert.


Retrato del rey Jorge III de Gran-Bretaña e Irlanda, Elector de Hannover (1738-1820), con el hábito de Gran Maestre de la Muy Noble Orden de la Jarretera, según Reynolds, 1792.

Jorge III ya tenía de antemano cierta información sobre la que iba a convertirse más tarde en su nuera: Lord Stanley de Alderley conoció a la joven Carolina en 1781 y anotó que era una atractiva chica de hermosos y encantadores cabellos, que ésta entendía el inglés y el francés pero, su propio padre el duque admitió que su educación había sido lamentablemente descuidada. En 1794, la duquesa Carolina se convirtió en un precioso peón en el tablero de las alianzas a ojos de la Corona Británica, entonces ya en guerra contra la Francia Revolucionaria: aunque ésta era princesa de un minúsculo Estado enclavado en el rompecabezas del Sacro Santo Imperio Romano Germánico, su parentesco con el rey de Prusia y la estrecha amistad de su padre con dicho soberano la convirtieron en una princesa deseable para el Gobierno de Su Graciosa Majestad. Puesto que se trataba de un juego de alianzas políticas en el que no cabían sentimientos, Londres mandó formalmente la petición de mano a la corte ducal germana y, poco después, se anunció el compromiso del Príncipe de Gales con la duquesa "por cortesía" Carolina de Brünswick-Wolfenbüttel. Jorge III mandó a Lord Malmesbury, quien llegó a Braunschweig el 20 de noviembre de 1794 para recoger a la novia y conducirla hasta su nuevo destino. En su diario, Lord Malmesbury dejó consignadas sus impresiones sobre la futura Princesa de Gales: "...carece de sentido común, decoro y tacto, habla fácilmente sin pensar primero, es muy dada a la indiscreción y, para colmo, olvida gustosamente asearse o mudar sus ropas sucias." Sin embargo, el mismo diplomático de ocasión cita que tiene una personalidad sin artificios, natural pero sin moralidad alguna y que desconoce por completo el valor, la utilidad y necesidad de su persona; a esto añade su gran valentía en el momento de la travesía del Canal de la Mancha, bajo el fuego cruzado de los cañones franceses y británicos.


Retrato de Frances Twysden-Villiers, 4ª Condesa de Jersey (1753-1821), según Thomas Beach. Descrita por sus contemporáneos como una mezcla de "encanto, belleza y sarcasmo", esta hija póstuma del Obispo de Raphoe, era nieta de Sir William Twysden, 5º Baronet de Roydon Hall, y esposa de George Villiers, 4º Conde de Jersey. Se convirtió en la amante del Príncipe de Gales a partir de 1793 y, en 1795, su marido era nombrado Caballerizo Mayor del Príncipe.

El 5 de abril de 1795, Carolina llega a Greenwich y allí le presentan a la Condesa de Jersey, amante de su futuro marido, quien ha sido nombrada como su principal dama de cámara. No tardó en enterarse de la "doble función" de su nueva dama...

Asi las cosas, Carolina llegó a Londres y conoció a su futuro marido tan solo tres días antes de la ceremonia religiosa. La audiencia fue el preludio del desastre. Nada más verla, Jorge se sintió terriblemente decepcionado y, al rato de entablar una conversación tan corta como anodina, pidió que le sirvieran una copa de brandy para resarcirse del disgusto. Por su lado, Carolina no se quedó corta al comentar a Lord Malmesbury que "el Príncipe está gordo y nada tiene que ver con los bellos retratos que le enviaron de él." En el curso de la cena de gala, que clausuraba el encuentro de los novios, el Príncipe no pudo sentir otra cosa que consternación al descubrir la deshinibida a la par que locuaz naturaleza de su prima-hermana quien no se privó de soltar en voz alta un buen número de chascarrillos sobre Lady Jersey, lo que ponía de manifiesto su desagrado al estar al tanto de la relación entre ésta y el que iba a ser su marido.



Lo peor estaba por venir... El día de la boda, 8 de abril de 1795, que se tenía que celebrar en la capilla real de Saint-James Palace, el Príncipe de Gales se presentó totalmente borracho y dando tumbos. La noche anterior, había celebrado su despedida de soltero por todo lo alto y se había excedido, a todas luces, con la bebida. Para llevarle hasta el altar, necesitó de la asistencia de su ayuda de cámara quien, con no poco esfuerzo, consiguió mantenerle en pie a lo largo de la ceremonia. En cuanto a la novia, ésta revistió un vestido tan cubierto de joyas y pieles de armiño que tuvo serias dificultades para llegar derecha hasta su puesto asignado, tal era el peso que arrastraba. En el curso del oficio religioso, Jorge no dejó de mirar a Lady Jersey ignorando por completo a Carolina. El banquete de boda no fue mucho mejor: ignoró ostentosamente a su flamante esposa prefiriendo centrar su atención en su amante y siguió bebiendo aún más de la cuenta. Finalmente, conducidos los esposos hasta el lecho nupcial, todos los cortesanos se retiraron para dejarlos solos. Según el testimonio de la propia Princesa de Gales, nada más cerrarse la puerta el Príncipe se derrumbó y durmió la mona en el suelo: "Estaba tan borracho, que pasó la mayor parte de la noche de bodas al pie de la cama donde cayó y yo le dejé."

Obviamente, el Príncipe de Gales dio su particular versión en una carta dirigida a un amigo, afirmando con descaro que la honró por tres veces: dos la noche de bodas, y una vez la segunda... Y escribió: "Requerí de no poco esfuerzo para superar mi aversión y el evidente asco que sentía por su persona."

Si hay que tener en cuenta una de las dos versiones sobre esa catastrófica noche de bodas, no nos cabe duda que la de la princesa Carolina tiene más veracidad que la de Jorge. Y es que el Príncipe de Gales se tenía a si mismo en muy alta estima, lo que le llevaba a exagerar sus supuestas proezas con los amigos, véase adornarlas o transformarlas a su favor para salir siempre bien parado de cara a la galería, y si encima le bailaban el agua...

El caso es que, a la mañana siguiente de la penosa noche de bodas, Jorge se levantó del duro suelo y, superando su repugnancia, desfloró a Carolina como quien embiste un trozo de carne con un cuchillo de carnicero. Luego, a quien quisiera oirle, vociferó alto y claro que nunca volvería a yacer con ella ni a tocarla.


Carlton House, la mansión extravagante a la par que lujosa del Príncipe de Gales en Londres, según un grabado de inicios de 1800.

Nueve meses después y en la residencia de los herederos de la Corona, Carlton House, Carolina dio a luz a la princesa Carlota Augusta de Gales, la que iba a ser la única hija legítima del príncipe Jorge y segunda en la línea de sucesión al trono británico. Tras el feliz alumbramiento acontecido el 7 de enero de 1796, el Príncipe de Gales mandó, tres días después, redactar su nuevo testamento; en él, legaba todas sus propiedades a Maria Fitzherbert, a la que calificaba de "mi esposa" en el documento, mientras que a Carolina le destinaba la miserable suma de 1 chelín.


La princesa popular



No tardó demasiado en hacerse público el catastrófico matrimonio conformado por Jorge y Carolina. Lo que se sabía de primera mano en la corte de St. James, saltó a la calle y pronto se supieron detalles escabrosos sobre la mala relación existente entre los flamantes esposos. En un abrir y cerrar de ojos, todo Londres e Inglaterra entera supieron de los disgustos de la Princesa de Gales... Los periódicos de entonces se hicieron eco del maltrato dispensado por Lady Jersey y Jorge a Carolina, y llegaron a afirmar que la amante del Príncipe de Gales abría, leía y distribuía el contenido de la correspondencia privada de la Princesa. Porque despreciaba abiertamente a Lady Jersey y se veía "secuestrada" en Carlton House, del que no podía salir sin el expreso permiso marital, los londinenses no tardaron en auparla hasta un pedestal y vilipendiar al ya impopular Jorge. La prensa no se privó de criticar abiertamente al Príncipe de Gales por sus extravagancias, su desmedido amor al lujo y su lujuria en tiempos de guerra, y presentar ante la opinión pública a la Princesa como una pobre esposa cornuda y constantemente humillada. Cada vez que aparecía en público, la gente la vitoreaba y la aplaudía sinceramente; los londinenses agradecían la natural familiaridad con que Carolina respondía a sus muestras de afecto, dispensándoles sonrisas, saludos y agradecimiento. No hace falta decir que la gran popularidad de la Princesa de Gales sumió en la consternación a Jorge, aún más hundido si cabe al constatar que su impopularidad iba creciendo; cuando él aparecía en público le abucheaban e insultaban sin restricciones. Sintiéndose atrapado en un matrimonio que nunca quiso, casado con una mujer que no podía ver ni en pintura, Jorge se empecinó en obtener el divorcio.



En abril de 1796, Jorge escribió a Carolina: "Lamentablemente, ambos tenemos que reconocer que no podemos encontrar la felicidad en nuestra unión (...). Permítame, por tanto, instarle para que los dos sepamos sacar lo mejor de nuestra desgraciada situación."

Escasos dos meses después, en Junio, Lady Jersey es cesada como dama de cámara de la Princesa de Gales. En agosto de 1797, los Príncipes de Gales se separan para llevar su vida cada uno por su lado: la Princesa abandona Carlton House y se instala en la vieja rectoría de Charlton, en Londres. Más tarde, cambiaría de residencia para instalarse en Montagu House, en Blackheath. A raíz de su reencontrada libertad, Carolina será la víctima y el blanco ideal de los falsos rumores difundidos (sin duda por el entorno del Príncipe de Gales) para desacreditarla. Se le acusará de haber coqueteado con el almirante Sir Sidney Smith, con el capitán Thomas Manby y con el parlamentario George Canning entre otros... Todo era válido con tal de que Jorge consiguiera el divorcio.


Vista de Montagu House, en Blackheath, en la década de 1790.

La hija de ambos, la princesa Carlota Augusta de Gales, sería instalada para las temporadas de verano en una mansión vecina a Montagu House y al cuidado de una gobernanta, permitiendo así a la Princesa de Gales poder visitar, siempre que quisiera, a su hija. Pero los instintos maternales de Carolina no se calmaron: no le bastaba una única maternidad y deseaba tener otros hijos,... asi que no tardó en adoptar a ocho o nueve niños pobres del distrito. En 1802, adoptó un bebé de 3 meses llamado William Austin, al que dio cuarto propio en su residencia londinense. Tres años después, surgen problemas con sus vecinos, Sir John y Lady Douglas, quienes la denuncian por acosarles supuestamente con cartas repletas de obscenidades. Lady Douglas irá más allá: acusará abiertamente a la Princesa de Gales de infidelidad, afirmando que el tal William Austin no es sino el hijo ilegítimo de ésta.


La princesa investigada


Retrato de Carolina de Brünswick, Princesa de Gales (1768-1821), realizado en 1804 por el pintor Sir Thomas Lawrence.

En 1806, a instancias del Príncipe de Gales y de la Justicia, se pone en pie una comisión secreta conocida como la "Investigación Delicada" para examinar con suma atención las denuncias y acusaciones interpuestas por Lady Douglas. La comisión se conformó con cuatro de los más eminentes personajes del momento: el Primer Ministro Lord Grenville, el Lord Canciller Lord Erskine, el Lord Jefe de Justicia de Inglaterra y Gales Lord Ellenborough, y el Secretario de Interior Lord Spencer.

Según el testimonio de Lady Douglas, la Princesa de Gales le habría confiado en 1802 que estaba preñada, y que William Austin era en realidad su hijo. Añadió que la Princesa le había hablado de manera harto grosera sobre la familia real, que le hizo tocamientos inapropiados y la acosó sexualmente, que le había dicho que los hombres que frecuentaban su casa se convertían automáticamente en sus amantes... La dama tampoco faltó en citar nombres de los posibles amantes de la Princesa: Smith, Manby, Canning, el pintor Thomas Lawrence y Henry Hood, hijo de Lord Hood. Pero al interrogar al personal doméstico de Montagu House sobre las supuestas aventuras adúlteras de la Princesa y su supuesto embarazo y maternidad, los criados negaron tales afirmaciones y admitieron que la auténtica madre de William Austin era Sophia Austin quien, en persona, entregó su bebé de 3 meses al cuidado de Carolina. En consecuencia, Sophia Austin fue interrogada por la comisión y ésta testificó que ella era la verdadera madre del bebé.

Finalmente, la comisión, en base a sus investigaciones, sentenció que las declaraciones de Lady Douglas carecían de todo fundamento y dio por terminado el asunto. Sin embargo, y pese a que la comisión llevaba secretamente sus investigaciones y pretendía evitar que se aireasen los detalles de las mismas, se filtró el asunto a la prensa y la opinión pública estuvo de inmediato al corriente de lo ocurrido. Durante aquella investigación, no se le permitió a Carolina visitar a su hija y, después de aquello, sus visitas fueron restringidas a una sola por semana y siempre en presencia de su madre la Duquesa Viuda de Brünswick, fuera en Blackheath o en un aposento de Kensington Palace, especialmente asignado a la Princesa de Gales para tales encuentros.


Retratos de los Duques Carlos II y Augusta de Brünswick-Wolfenbüttel, padres de la Princesa Carolina de Gales.

Ciertamente, la conducta de Carolina con sus amistades masculinas no fuera la más apropiada pero nunca se pudo probar que fuera culpable de adulterio y que fuera más allá de un inocente coqueteo. Puede que también Carolina dijera a Lady Douglas estar preñada para expresar, en cierto modo, sus frustradas ansias de maternidad y que lo hizo sin pensar en las fatales consecuencias que de tal fantasía derivarían, teniendo en cuenta que solía soltar a lo loco cualquier cosa que se le pasara por la cabeza sin medir el impacto que podría tener en sus interlocutores. Se sumaba a ese estado de ánimo de la Princesa, la gravedad de la situación de su familia en medio de una guerra que incendiaba toda Europa: su padre, que comandaba el ejército prusiano, había caído mortalmente herido en la batalla de Iéna-Auerstadt, Brünswick había sido invadida y arrasada por las tropas de Napoleón y su madre y hermanos se habían visto obligados a huir a toda prisa para poder refugiarse en Inglaterra. En ese momento tan triste, Carolina tan solo quería regresar a Brünswick y dejar atrás Londres y ese matrimonio que la había hecho tan desgraciada. Pero las circunstancias, nada favorables, hicieron impensable su viaje a Alemania.


La paria


La Princesa de Gales con vestido de corte, según un grabado de 1807.

A finales del año 1811, el rey Jorge III cae irremediablemente en la locura y el Parlamento nombra al Príncipe de Gales regente del Reino-Unido de Gran-Bretaña e Irlanda. Mientras su suegro es confinado en el Castillo de Windsor para los restos, Carolina ve restringido aún más el acceso a su hija y la alta sociedad empieza a hacerle el vacío. Tratada como una paria, una apestada con la que no era conveniente verse asociado por temor a desagradar al Príncipe-Regente, Carolina abandonó Blackheath y Londres para instalarse en Connaught House, en Bayswater, y pasó al ataque. Puesto que necesitaba un poderoso aliado que la ayudase a oponerse con fuerza a las medidas cautelares impuestas por el Príncipe para que no viera a su hija, encontró en Brougham el apoyo ideal. Junto con Henry Brougham, un ambicioso político Whig que abogaba por reformar las leyes que favorecían el poder del Regente, la Princesa inició una campaña propagandística para desacreditar a Jorge. Pese a los esfuerzos del Príncipe-Regente por hundirla con un alud de malintencionados rumores y falsos testimonios, Carolina recibió el incondicional apoyo de su propia hija y de la gran mayoría de la opinión pública.

La conocida novelista Jane Austen escribió por aquel entonces: "Pobre mujer, deseo apoyarla todo el tiempo que pueda, porque es una mujer y porque odio a su marido."


Retrato de la Princesa Carlota Augusta de Gales (1796-1817), hija única de los Príncipes de Gales Jorge y Carolina, según Lonsdale.

Cuando en 1814 se pone un punto final a la guerra con la derrota de Napoleón, todas las testas coronadas y lo más granado de la aristocracia europea acude en masa a las celebraciones de Londres. En todos esos grandes festejos, la Princesa de Gales brilla por su ausencia... y, en consecuencia, la relación del Príncipe-Regente con su heredera se deteriora con rapidez. Harta de las restricciones paternas, la Princesa Carlota Augusta ansía tener la libertad de movimiento y poder ver cuando se le antoje a su madre y, por ello, se enfrenta agriamente a su padre. El 12 de julio, la heredera del trono es informada que será confinada en la mansión de Cranbourne Lodge, en Windsor, y privada de cualquier visita a excepción de la de su abuela la reina Carlota-Sofía, y toda la domesticidad de su casa reemplazada por otra encargada de vigilarla de cerca. Horrorizada por esa especie de orden de encarcelamiento paterno, la Princesa Carlota Augusta se fuga y se refugia en casa de su madre, en Bayswater. Estalla el escándalo en el seno de la familia real y en la corte. Después de una tensa y angustiosa noche en la que Brougham intenta persuadir a la Princesa para que vuelva y se someta a la autoridad paterna, exponiéndole las graves consecuencias que podrían acarrear a la Corona su rebeldía (existiendo el más que probable riesgo de que se produjeran desórdenes públicos para socavar la autoridad del Príncipe-Regente), Carlota Augusta abandona Bayswater y regresa a Londres.

Notas:


(*)_El suegro era el Duque Carlos I de Brünswick-Wolfenbüttel-Lüneburg (1713-1780), representante de la rama de Brünswick-Bevern, que reinó entre 1735 y 1780, aunque a partir de 1773 tuvo que renunciar al poder al producirse el descalabro financiero de su Estado.

(**)_La suegra era la Princesa Real Felipina Carlota de Prusia (1716-1801), hija del rey-sargento Federico-Guillermo I y hermana de Federico II "el Grande", de la Margravina de Brandenburg-Ansbach y de la Reina de Suecia.