NO HAY DIÁLOGO CON TORRA
Solo los más cegados pueden creer aún que la violencia
resolverá la crisis del Estado. Pedro Sánchez, con la inconsciencia a que le
lleva una fatídica combinación de arrogancia y falta de inteligencia, reclama
al presidente Torra que condene la violencia, cosa que Torra siempre ha hecho.
De manera notoria, en el discurso pronunciado en Stanford por invitación del
Martin Luther King Jr. Institute. De discursos como éstos y en una institución
tan simbólica por los valores que el presidente español presume liderar,
Sánchez no ha hecho ninguno y parece ser que no le llueven invitaciones para
hacerlos. Para el presidente español no se trata de un formulismo
institucional, que Torra ha satisfecho con la convicción del que nunca ha sido
violento. Eso Sánchez no lo da por bueno, porque lo que pretende es una
auto-inculpación que Torra no le puede conceder. Y no puede, porque ni él ni
nadie de su gobierno, ni ninguno de los votantes que le eligieron, ni la
inmensa mayoría del independentismo no han hecho jamás profesión de violencia
teórica ni práctica. Torra, y con él la gran base social del independentismo,
adoptaron tempranamente un modelo de activismo inspirado en Gandhi y en Martin
Luther King, y una estrategia de desobediencia civil inscrita con letras de oro
en los anales de la democracia. Durante décadas, el texto de Henry David
Thoreau ha sido el referente para los escolares norteamericanos, que han
aprendido que desobedecer leyes injustas es un deber para las personas
decentes.
Es Sánchez quien, como jefe del gobierno del Estado,
dispone de las herramientas de la violencia y las aplica en sustitución de la
política. Cuando von Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la
política por otros medios, quería decir que no puede ser una finalidad en ella
misma. Cuando se confunde la esencia instrumental y se desplazan los objetivos
políticos, se pone el Estado a merced de la suerte o de la desgracia. Habiendo
pasado en poco tiempo de rechazar la violencia policial a aplicarla sin
miramientos, Sánchez se expone con esa falta de consistencia a ser víctima de
un acontecimiento aleatorio. Cuando instruyó a la abogada del Estado Rosa María
Seoane para que defendiera el delito de sedición para los presos políticos,
Sánchez apostaba su carrera a una carta muy azarosa, con el mismo espíritu
ludópata con el que decidió convocar elecciones antes que formar un gobierno de
izquierdas apuntalado por el independentismo catalán.
La evidencia indica que Sánchez ha perdido el norte.
Ni él ni el desarbolado socialismo español no tienen siquiera alguna
posibilidad sino que tampoco intención alguna de reconducir el Estado al marco
democrático del cual se salió hace tiempo. Ya no hablamos ni de recuperar los
principios que el socialismo se ha ido despojando por el camino para flotar
electoralmente hasta acabar como una cáscara vacía a merced de cualquier
galerna. Según Hanna Arendt, la acción violenta se gobierna por la categoría
“fines y medios”. Esto quiere decir que el fin siempre tiene el riesgo de verse
sobrepasado por los medios que justifica. Puesto que el desenlace de la acción
jamás es del todo previsible, los medios empleados para conseguir un objetivo
político acostumbran a ser más importantes para el futuro que no el objetivo en
sí.
Para el devenir del Estado español, la violencia de estos días será más
determinante que no el objetivo tácito de restablecer la convivencia. La
violencia arbitraria y descontrolada de la policía es la que da la talla moral
de quienes la ordenan y la cubren con la razón de Estado. Pero, como pasa
siempre con la violencia, su irracionalidad intrínseca impide prever sus
efectos. A pesar del aparatoso desequilibrio de poder entre manifestantes
desarmados y fuerza pública armada con toda una batería de herramientas para
infligir daño, el desenlace no es siempre el esperado. Disponer de un
sofisticado instrumental de agresión no garantiza la victoria. Precisamente
porque los avances tecnológicos y la inversión en un arsenal represivo dan al
Estado una superioridad incontrastable, su fuerza moral decrece en proporción al incremento de la potencia nociva de los medios y en la medida que se ponen
en manos de irresponsables.
Hace falta remontarse hasta las postrimerías del franquismo para
encontrar la intensidad y la brutalidad de las cargas de estos últimos días.
Las pelotas de goma, raras en aquella época, son tan copiosas ahora como las
descargas electrónicas en las salas de videojuegos. No importa que en Catalunya
estén prohibidas; el ministro del ramo replica que la prohibición no atañe a su
policía. Parece ser que, para el ministro del Interior, juez de profesión, la
ley no es jurisdiccional sino que se aplica o se deja de aplicar según los
colectivos que se muevan por el territorio.
Nada es más instructivo que hacer un viaje en el tiempo. Si se comparan
los policías de ahora con los del final de la dictadura, el contraste es
favorable a la policía franquista. He visto confrontaciones muy duras entre
obreros y “grises”, pero no he visto el desenfreno ni la voluptuosidad con la que
la policía española y los Mossos se han explayado estos días contra
manifestantes inofensivos. He pasado indemne por medio de un grupo de “grises”
que perseguían estudiantes y ninguno hizo el más pequeño gesto de pegarme.
Deduzco que los abuelos de los actuales números eran mucho más disciplinados,
si no es que eran mejores personas. Puede ser porque muchos de ellos ya no
creían en el régimen y acometían la faena sin entusiasmo, porque no es igual
servir a un régimen caducado que a otro que da coletazos.
La incertidumbre que la violencia introduce en el embate entre legalidad
y legitimidad, entre represión y democracia, eleva el riesgo de un
acontecimiento aleatorio, no porque la despleguen unos incontrolados, sino
porque ella misma es el principal elemento de descontrol. Una vez
descontrolada, ya no es posible trazar el límite. Decía Proudhon: “la
fecundidad de lo inesperado excede de lejos la prudencia del estadista”. Esta
frase, Sánchez debería de copiarla cien veces con buena letra, y al acabar,
volverla a copiar cien veces más, visto que la prudencia no es precisamente su
fuerte. Si llega, el acontecimiento fortuito con efectos cataclísmicos para el
Estado no vendrá del independentismo, que ha buscado exhaustivamente el
acuerdo, sino, como decía Arendt, de aquellos sectores entre los cuales el
dicho “no hay ninguna alternativa a la victoria” aún tiene vigencia.
La falta de alternativa, causa de la larga serie de derrotas que ha
recibido España los últimos siglos, impele a Sánchez a tratar Catalunya como un
país sin derechos y la Generalitat como una institución subalterna, de la cual
no emanan obligaciones ni responsabilidades para el Estado. Negándose no tan
solo al diálogo, del cual hace ostentación frente a Europa, sino a recibir la
llamada de su homólogo catalán, que es, quiera o no, el primer representante
del estado en Catalunya, Sánchez hace dejadez de sus funciones, y esto es
especialmente grave en medio de la crisis más grande desde que el actual régimen
superara la etapa del rodaje.
Con su negligencia, Sánchez destruye la posibilidad de abordar el
obligado diálogo entre instituciones. Y lo hace de la manera más estúpida,
violentando a Torra, reclamándole que condene la violencia como precio de una
comunicación, que sin un cambio de actitud en quien la comanda sería
manifiestamente inútil. En Catalunya, hablando estrictamente, no hay más
violencia que la que el Estado impone trasladando en ella la plantilla empleada
en el País Vasco. De ahí vienen los descerebrados intentos de colgar el cartel
de “terrorismo” a un movimiento integralmente pacífico. Sánchez pretende que
Torra se responsabilice de la perturbación que el mismo Estado ha planificado
infiltrando agentes de su propia policía y del nacionalismo español ultra.
Dicho de otra manera: Sánchez exige que Torra cargue con la violencia
desencadenada por él mismo en la fatua esperanza de someter por la vía de
siempre un territorio que cada día que pasa se aleja más y más deprisa cuanto
más irrumpe coactivamente el Estado en la dignidad de la gente. Si no quiere
hablar con el presidente Torra, ¿con quién hablará Sánchez? Cuando finalmente
se de cuenta que ha de hablar con alguien, ¿a quién encontrará al otro lado de
la línea?¿Con quién negociará que represente legítimamente al pueblo de
Catalunya?¿Hará volver a Puigdemont como hizo Suárez con Tarradellas?¿Negociará
con la ANC?¿Con los CDR?¿O ya no estará a tiempo de negociar con nadie?
Artículo traducido al
castellano de Joan Ramon Resina.
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