DON CARLOS DE AUSTRIA
el sádico hijo
de Felipe II
Hasta sus
últimos días, Felipe II recordaría con la mayor de las penas la noche
del 18 de enero de 1568. Vestido con la armadura real, el Monarca más
poderoso de su tiempo condujo a un grupo de cortesanos y hombres armados
por los oscuros
pasillos del Alcázar de Madrid «sin antorchas ni velas» al aposento
del Príncipe Carlos, el hijo del Rey y su único heredero. Al despertarse y
hallarse rodeado de hombres armados, Don Carlos exclamó: «¿Qué quiere
Vuestra Majestad? ¿Quiéreme matar o prender?». «Ni lo uno ni lo otro,
hijo», contestó Felipe II instantes antes de que el Príncipe se llevara la mano
a la pistola cargada de pólvora que guardaba siempre en la cabecera de su cama.
Un episodio recogido en detalle por Geoffrey Parker en el libro «Felipe II: la
biografía definitiva».
El joven
heredero fue arrestado,
sin que nadie llegara a apretar el gatillo, y acusado de conspirar contra la
vida de su padre. Días antes, uno de sus mejores amigos, Don Juan de
Austria –hermano bastardo del Rey y a la postre héroe de Lepanto–,
se había visto obligado a desvelar los planes de su sobrino al percatarse de la
gravedad de su locura. El cautiverio de seis meses, lejos de calmar a Don
Carlos, empeoró su salud mental y terminó costándole la vida en un arranque de
demencia a los 23 años de edad. En medio de una huelga de hambre, el
heredero de la Monarquía Hispánica se acostumbró a calmar sus calenturas
volcando nieve en su cama y bebiendo agua helada, lo cual terminó
consumiendo su quebradiza salud. Por supuesto, la propaganda holandesa acusó
directamente al Rey de ordenar el asesinato de su hijo y argumentó que lo único
que quería Don Carlos era acabar con la tiranía de su padre en los Países
Bajos. El melancólico y
misterioso carácter del Monarca, a su vez, prestó los ingredientes
para que Giuseppe Verdi, recogiendo la leyenda negra, compusiera siglos
después una de sus óperas más famosas: «Don Carlo».
Endogamia, malaria y una caída: las culpables
La propaganda holandesa, sin embargo, no podía estar
más equivocada en este caso. Felipe II fue excesivamente permisivo con la
actitud de Don Carlos, el cual arrastraba problemas mentales desde que era
niño. Del Príncipe maldito se ha dicho, sin excesivo rigor, que siendo solo un
infante gozaba asando liebres vivas y cegando a los caballos en el establo
real. A los once años hizo azotar a una muchacha de la Corte para su sádica
diversión: un exceso por el que hubo que pagar compensaciones al padre de la
niña. No en vano, junto a su sobrino biznieto Carlos
II «el Hechizado», el primer
hijo de Felipe II es el máximo exponente de las consecuencias de la endogamia
practicada por la Casa de los Habsburgo.
Hijo de
Felipe II y María Manuela de Avis, los cuales eran primos hermanos por
parte de padre y madre, Don Carlos solo tenía cuatro bisabuelos, cuando lo
normal es tener ocho. Según estudios recientes (Álvarez G, Ceballos FC,
Quinteiro C, «The Role of Inbreeding in the Extinction of a European Royal
Dynasty»), la sangre de Don Carlos portaba un coeficiente de consanguinidad
de 0,211 –casi el mismo que resulta de una unión entre hermanos y solo por
debajo de Carlos II, un 0,254 –. No obstante, los trabajos históricos actuales
consideran que los genes no estaban directamente relacionados con la locura del
Príncipe. Así, según el hispanista
Geoffrey Parker en su biografía sobre Felipe II, el heredero a la
Corona fue un niño relativamente normal, de inteligencia media-baja, que no
sufrió graves episodios de demencia hasta la edad madura.
Bien es
cierto que, como le ocurrió a Felipe II, el Príncipe heredero se crió lejos
de sus padres. Huérfano de madre a los cuatro días de nacer, Carlos quedó
bajo la custodia de sus tías, las hijas de Carlos V que todavía no tenían
compromisos matrimoniales, puesto que su padre estuvo ausente de España en los
primeros años de su reinado. Con 11 años, una plaga de malaria asoló la Corte y
afectó al joven, quizás más vulnerable que el resto por sus deficientes
genes. La enfermedad provocó en el Príncipe un desarrollo físico anómalo en
sus piernas y en su columna vertebral, que, a su vez, pudo estar detrás de la grave caída
que sufrió a los 18 años de edad mientras perseguía por el palacio a
una cortesana. Los médicos llegaron a desahuciar al joven, dándole apenas
cuatro horas de vida, y un grupo de franciscanos trasladaron los huesos de
San Diego de Alcalá a los pies de su cama solo a la espera de un milagro.
Contra todo pronóstico, una arriesgada trepanación pudo salvar la vida del
Príncipe Carlos; no obstante, pronto se evidenciaría que los daños
cerebrales se presumían irreparables.
En los años
previos a aquella caída, Don Carlos vivió su periodo más feliz en la Universidad
de Alcalá de Henares, donde estudió junto a su tío, Don Juan de
Austria, y Alejandro Farnesio, que contaban prácticamente su misma
edad. Sin destacar en los estudios, sino todo lo contrario, el hijo del Rey al
menos se contagió del ambiente juvenil y saludable del lugar. En 1560, Felipe
II –juzgando aceptable su comportamiento– le reconoció como heredero al
trono por las Cortes de Castilla.
Pero tras su
caída nunca volvió a ser el mismo. Las fiebres que le afectaban periódicamente,
recuerdo de la
malaria, empezaron a repetirse con demasiada frecuencia. «Tiene
un temperamento impulsivo y violento. A menudo pierde los estribos y dice
lo primero que se le pasa por la cabeza», apuntó el embajador imperial en
España designado en 1564 sobre el otro síntoma preocupante: sus radicales
cambios de humor. Geoffrey Parker recoge en el mencionado libro las palabras
del neurocirujano pediátrico Donald Simpson que ha estudiado el caso:
«Mostraba la desinhibida malicia de un chico con un daño frontal en el
cerebro».
Fugarse a Flandes para proclamarse
Rey
Por el miedo de los embajadores a
que se interceptaran sus informes y el Rey pudiera ofenderse, muchas de las actuaciones
contra el joven no han podido ser documentadas y se basan en testimonios
indirectos. Pero consta, por la correspondencia del embajador Nobili, que
el hijo del Rey frecuentaba «con poca dignidad y mucha arrogancia» los
burdeles madrileños y trataba con violencia al servicio. En una ocasión, Don
Carlos arrojó por una ventana a un paje cuya conducta le molestó, e
intentó, en otra jornada, lanzar a su guarda de joyas y ropa. También
trascendió por aquellas fechas su intento
público de acuchillar al Gran Duque de Alba, al que acusaba de inmiscuirse en
los asuntos de Flandes.
Los conflictos entre padre e hijo no
tardaron en llegar. Tras su recuperación, Felipe II le nombró miembro del
Consejo de Estado en 1564, en un último intento por fingir normalidad, y
barajó la posibilidad de casarlo con María Estuardo o con Ana de
Austria, la cual sería posteriormente la cuarta esposa del Rey. Pero dentro
de su mente enferma, sus prioridades eran otras. Obsesionado con los Países
Bajos –en ese
momento en rebeldía contra Felipe II–, contactó con varios de esos líderes rebeldes, como
el moderado Conde de Egmont o el Barón de Montigny, para organizar su
viaje a Bruselas, donde pretendía proclamarse su soberano. En efecto, el Rey en
el pasado había sopesado la posibilidad de que su hijo gobernara allí, pero las
actuales circunstancias políticas y la mala salud mental del Príncipe
descartaban por completo esta opción.
En una reunión mantenida con Don
Juan de Austria, al que pidió ayuda para fugarse a Italia, el Príncipe le
comunicó sus planes. El general español le reclamó veinticuatro horas a su
sobrino para tomar una decisión, e inmediatamente salió a informar al Rey.
Advertido de la traición –según varios informadores–, Don Carlos cargó una
pistola y pidió a su tío que regresara a sus aposentos. La pistola no pudo
efectuar el disparo que habría matado
al futuro héroe de Lepanto, puesto que fue descargada previamente por un
cortesano, pero Don Carlos se abalanzó daga en mano contra Don Juan de Austria,
que, superior en fuerza y habilidad en el combate, redujo a su sobrino. «¡Qué
vuestra Majestad no dé un paso más», gritó, apuntándole con su propia daga.
Un adalid de la rebelión de los
holandeses
Las noticias de esta agresión
precipitaron los acontecimientos. Felipe II mandó el 18 de enero de 1568
encerrar a su hijo en sus aposentos. En los siguientes días –relata Geoffrey
Parker en su libro– licenció a los servidores de su hijo y trasladó a
éste a la torre del Alcázar de Madrid que Carlos V usó como alojamiento
para otro distinguido cautivo: Francisco I de Francia, capturado
tras la batalla de Pavía. La lectura de la correspondencia privada del joven
sacó a la luz una conspiración, más bien el amago de una puesto que ningún
noble le prestó mucha atención, para acabar con la vida de Felipe II. Y
precisamente porque las cartas descubiertas cada vez elevaban más la
gravedad de sus crímenes, el Monarca decretó su cautiverio indefinido en el
Castillo de Arévalo.
Durante los seis meses que el
Príncipe permaneció cautivo, en el mismo
régimen que había padecido Juana «la Loca», fue perdiendo los pocos hilos
de cordura que quedaban sobre su cabeza. Acorde a los síntomas clásicos de
las personas que han padecido malaria, sufría súbitos cambios de temperatura,
cuya mente enferma convirtió en peligrosos y mortales hábitos. Cada vez que
padecía uno de estos ataques, ordenaba llenar su cama de nieve así como
ingerir agua helada en grandes cantidades. En medio de sospechas infundadas
sobre su posible envenenamiento, falleció el joven a los 23 años el 28 de julio
de 1568, probablemente a causa de inanición (se había declarado en huelga de
hambre como protesta).
Las vagas explicaciones de Felipe II
y su empeño por destruir las cartas que incriminaban a su hijo –quizás
buscando ocultar las miserias de su heredero– situaron su muerte en el terreno
predilecto para alimentar la leyenda negra que los holandeses, franceses e
ingleses usaban en perjuicio del Imperio español. La ópera «Don Carlo» escrita
por Giuseppe Verdi siglos después y un drama del poeta alemán Schiller
tomaron por referencia el ensayo «Apología», de Guillermo de Orange, que
presenta la vida del Príncipe de forma muy distorsionada. El holandés
inventó una relación amorosa entre Don Carlos y la esposa de su padre, Isabel
de Valois, y colocó al joven como adalid de la independencia holandesa y al
malvado Rey como el asesino de ambos. Más allá de una inocente literatura, este
episodio se convirtió en el más
importante pilar de la leyenda negra contra los españoles.
César Cervera,
2015 / in www.abc.es / El Príncipe maldito: La
historia de Don Carlos, el sádico hijo de Felipe II que la leyenda negra
convirtió en un màrtir.
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