lunes, 27 de febrero de 2017

DON CARLOS DE AUSTRIA


DON CARLOS DE AUSTRIA
el sádico hijo de Felipe II
 
 

Hasta sus últimos días, Felipe II recordaría con la mayor de las penas la noche del 18 de enero de 1568. Vestido con la armadura real, el Monarca más poderoso de su tiempo condujo a un grupo de cortesanos y hombres armados por los oscuros pasillos del Alcázar de Madrid «sin antorchas ni velas» al aposento del Príncipe Carlos, el hijo del Rey y su único heredero. Al despertarse y hallarse rodeado de hombres armados, Don Carlos exclamó: «¿Qué quiere Vuestra Majestad? ¿Quiéreme matar o prender?». «Ni lo uno ni lo otro, hijo», contestó Felipe II instantes antes de que el Príncipe se llevara la mano a la pistola cargada de pólvora que guardaba siempre en la cabecera de su cama. Un episodio recogido en detalle por Geoffrey Parker en el libro «Felipe II: la biografía definitiva».

El joven heredero fue arrestado, sin que nadie llegara a apretar el gatillo, y acusado de conspirar contra la vida de su padre. Días antes, uno de sus mejores amigos, Don Juan de Austria –hermano bastardo del Rey y a la postre héroe de Lepanto–, se había visto obligado a desvelar los planes de su sobrino al percatarse de la gravedad de su locura. El cautiverio de seis meses, lejos de calmar a Don Carlos, empeoró su salud mental y terminó costándole la vida en un arranque de demencia a los 23 años de edad. En medio de una huelga de hambre, el heredero de la Monarquía Hispánica se acostumbró a calmar sus calenturas volcando nieve en su cama y bebiendo agua helada, lo cual terminó consumiendo su quebradiza salud. Por supuesto, la propaganda holandesa acusó directamente al Rey de ordenar el asesinato de su hijo y argumentó que lo único que quería Don Carlos era acabar con la tiranía de su padre en los Países Bajos. El melancólico y misterioso carácter del Monarca, a su vez, prestó los ingredientes para que Giuseppe Verdi, recogiendo la leyenda negra, compusiera siglos después una de sus óperas más famosas: «Don Carlo».

Endogamia, malaria y una caída: las culpables

La propaganda holandesa, sin embargo, no podía estar más equivocada en este caso. Felipe II fue excesivamente permisivo con la actitud de Don Carlos, el cual arrastraba problemas mentales desde que era niño. Del Príncipe maldito se ha dicho, sin excesivo rigor, que siendo solo un infante gozaba asando liebres vivas y cegando a los caballos en el establo real. A los once años hizo azotar a una muchacha de la Corte para su sádica diversión: un exceso por el que hubo que pagar compensaciones al padre de la niña. No en vano, junto a su sobrino biznieto Carlos II «el Hechizado», el primer hijo de Felipe II es el máximo exponente de las consecuencias de la endogamia practicada por la Casa de los Habsburgo.

Hijo de Felipe II y María Manuela de Avis, los cuales eran primos hermanos por parte de padre y madre, Don Carlos solo tenía cuatro bisabuelos, cuando lo normal es tener ocho. Según estudios recientes (Álvarez G, Ceballos FC, Quinteiro C, «The Role of Inbreeding in the Extinction of a European Royal Dynasty»), la sangre de Don Carlos portaba un coeficiente de consanguinidad de 0,211 –casi el mismo que resulta de una unión entre hermanos y solo por debajo de Carlos II, un 0,254 –. No obstante, los trabajos históricos actuales consideran que los genes no estaban directamente relacionados con la locura del Príncipe. Así, según el hispanista Geoffrey Parker en su biografía sobre Felipe II, el heredero a la Corona fue un niño relativamente normal, de inteligencia media-baja, que no sufrió graves episodios de demencia hasta la edad madura.

Bien es cierto que, como le ocurrió a Felipe II, el Príncipe heredero se crió lejos de sus padres. Huérfano de madre a los cuatro días de nacer, Carlos quedó bajo la custodia de sus tías, las hijas de Carlos V que todavía no tenían compromisos matrimoniales, puesto que su padre estuvo ausente de España en los primeros años de su reinado. Con 11 años, una plaga de malaria asoló la Corte y afectó al joven, quizás más vulnerable que el resto por sus deficientes genes. La enfermedad provocó en el Príncipe un desarrollo físico anómalo en sus piernas y en su columna vertebral, que, a su vez, pudo estar detrás de la grave caída que sufrió a los 18 años de edad mientras perseguía por el palacio a una cortesana. Los médicos llegaron a desahuciar al joven, dándole apenas cuatro horas de vida, y un grupo de franciscanos trasladaron los huesos de San Diego de Alcalá a los pies de su cama solo a la espera de un milagro. Contra todo pronóstico, una arriesgada trepanación pudo salvar la vida del Príncipe Carlos; no obstante, pronto se evidenciaría que los daños cerebrales se presumían irreparables.

En los años previos a aquella caída, Don Carlos vivió su periodo más feliz en la Universidad de Alcalá de Henares, donde estudió junto a su tío, Don Juan de Austria, y Alejandro Farnesio, que contaban prácticamente su misma edad. Sin destacar en los estudios, sino todo lo contrario, el hijo del Rey al menos se contagió del ambiente juvenil y saludable del lugar. En 1560, Felipe II –juzgando aceptable su comportamiento– le reconoció como heredero al trono por las Cortes de Castilla.

Pero tras su caída nunca volvió a ser el mismo. Las fiebres que le afectaban periódicamente, recuerdo de la malaria, empezaron a repetirse con demasiada frecuencia. «Tiene un temperamento impulsivo y violento. A menudo pierde los estribos y dice lo primero que se le pasa por la cabeza», apuntó el embajador imperial en España designado en 1564 sobre el otro síntoma preocupante: sus radicales cambios de humor. Geoffrey Parker recoge en el mencionado libro las palabras del neurocirujano pediátrico Donald Simpson que ha estudiado el caso: «Mostraba la desinhibida malicia de un chico con un daño frontal en el cerebro».

Fugarse a Flandes para proclamarse Rey

Por el miedo de los embajadores a que se interceptaran sus informes y el Rey pudiera ofenderse, muchas de las actuaciones contra el joven no han podido ser documentadas y se basan en testimonios indirectos. Pero consta, por la correspondencia del embajador Nobili, que el hijo del Rey frecuentaba «con poca dignidad y mucha arrogancia» los burdeles madrileños y trataba con violencia al servicio. En una ocasión, Don Carlos arrojó por una ventana a un paje cuya conducta le molestó, e intentó, en otra jornada, lanzar a su guarda de joyas y ropa. También trascendió por aquellas fechas su intento público de acuchillar al Gran Duque de Alba, al que acusaba de inmiscuirse en los asuntos de Flandes.

Los conflictos entre padre e hijo no tardaron en llegar. Tras su recuperación, Felipe II le nombró miembro del Consejo de Estado en 1564, en un último intento por fingir normalidad, y barajó la posibilidad de casarlo con María Estuardo o con Ana de Austria, la cual sería posteriormente la cuarta esposa del Rey. Pero dentro de su mente enferma, sus prioridades eran otras. Obsesionado con los Países Bajos –en ese momento en rebeldía contra Felipe II–, contactó con varios de esos líderes rebeldes, como el moderado Conde de Egmont o el Barón de Montigny, para organizar su viaje a Bruselas, donde pretendía proclamarse su soberano. En efecto, el Rey en el pasado había sopesado la posibilidad de que su hijo gobernara allí, pero las actuales circunstancias políticas y la mala salud mental del Príncipe descartaban por completo esta opción.

En una reunión mantenida con Don Juan de Austria, al que pidió ayuda para fugarse a Italia, el Príncipe le comunicó sus planes. El general español le reclamó veinticuatro horas a su sobrino para tomar una decisión, e inmediatamente salió a informar al Rey. Advertido de la traición –según varios informadores–, Don Carlos cargó una pistola y pidió a su tío que regresara a sus aposentos. La pistola no pudo efectuar el disparo que habría matado al futuro héroe de Lepanto, puesto que fue descargada previamente por un cortesano, pero Don Carlos se abalanzó daga en mano contra Don Juan de Austria, que, superior en fuerza y habilidad en el combate, redujo a su sobrino. «¡Qué vuestra Majestad no dé un paso más», gritó, apuntándole con su propia daga.

Un adalid de la rebelión de los holandeses
 
 

Las noticias de esta agresión precipitaron los acontecimientos. Felipe II mandó el 18 de enero de 1568 encerrar a su hijo en sus aposentos. En los siguientes días –relata Geoffrey Parker en su libro– licenció a los servidores de su hijo y trasladó a éste a la torre del Alcázar de Madrid que Carlos V usó como alojamiento para otro distinguido cautivo: Francisco I de Francia, capturado tras la batalla de Pavía. La lectura de la correspondencia privada del joven sacó a la luz una conspiración, más bien el amago de una puesto que ningún noble le prestó mucha atención, para acabar con la vida de Felipe II. Y precisamente porque las cartas descubiertas cada vez elevaban más la gravedad de sus crímenes, el Monarca decretó su cautiverio indefinido en el Castillo de Arévalo.
 

Durante los seis meses que el Príncipe permaneció cautivo, en el mismo régimen que había padecido Juana «la Loca», fue perdiendo los pocos hilos de cordura que quedaban sobre su cabeza. Acorde a los síntomas clásicos de las personas que han padecido malaria, sufría súbitos cambios de temperatura, cuya mente enferma convirtió en peligrosos y mortales hábitos. Cada vez que padecía uno de estos ataques, ordenaba llenar su cama de nieve así como ingerir agua helada en grandes cantidades. En medio de sospechas infundadas sobre su posible envenenamiento, falleció el joven a los 23 años el 28 de julio de 1568, probablemente a causa de inanición (se había declarado en huelga de hambre como protesta).

Las vagas explicaciones de Felipe II y su empeño por destruir las cartas que incriminaban a su hijo –quizás buscando ocultar las miserias de su heredero– situaron su muerte en el terreno predilecto para alimentar la leyenda negra que los holandeses, franceses e ingleses usaban en perjuicio del Imperio español. La ópera «Don Carlo» escrita por Giuseppe Verdi siglos después y un drama del poeta alemán Schiller tomaron por referencia el ensayo «Apología», de Guillermo de Orange, que presenta la vida del Príncipe de forma muy distorsionada. El holandés inventó una relación amorosa entre Don Carlos y la esposa de su padre, Isabel de Valois, y colocó al joven como adalid de la independencia holandesa y al malvado Rey como el asesino de ambos. Más allá de una inocente literatura, este episodio se convirtió en el más importante pilar de la leyenda negra contra los españoles.

César Cervera, 2015 / in www.abc.es / El Príncipe maldito: La historia de Don Carlos, el sádico hijo de Felipe II que la leyenda negra convirtió en un màrtir.

ESPAÑA, ESA DICTADURA PERFECTA


ESPAÑA ES LA "DICTADURA PERFECTA"
 
 
 
El escritor Aldous Huxley (Aldous Leonard Huxley, Godalming, 1894 - Los Ángeles, 1963) describió así la dictadura perfecta: "Tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar".

España es hoy la plasmación más fiel de esa abominable dictadura perfecta en todo el planeta.
 

Los españoles fueron admirados en todo el mundo por su valentía y comportamiento en los campos de batalla, pero hoy pasan por ser uno de los pueblos más cobardes del mundo y uno de los que soportan más abusos y arbitrariedades de su clase política. Uno no entiende por qué los españoles no se rebelan ante tanta injusticia, ante abusos como ese Impuesto de Sucesiones que cobran algunos gobiernos autonómicos y que obligan a miles de familias a renunciar a sus herencias, o ante la impunidad de los poderosos, la brutal corrupción, el desmesurado y costoso tamaño del Estado, los inmerecidos y enormes privilegios de los políticos, la desigualdad hiriente, la desprotección de los débiles y otras suciedades y canalladas que convierten el país en un infierno político y humano.

La única explicación razonable de ese extraño fenómeno de sumisión y cobardía de un pueblo que hace apenas tres siglos era el más bravo y temido del mundo, cuyos ejércitos nunca sufrieron una derrota en casi tres siglos de combates contra todos, es que los políticos que gobiernan España han sabido construir la "Dictadura Perfecta", una forma de gobierno que el escritor visionario Aldous Huxley describía así: "Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud en el que, gracias al consumo y el entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre".

España clavada, el país donde la gastronomía, la ración de fútbol casi diaria, las innumerables fiestas y las mentiras del poder, sirven para fabricar esclavos tan imbéciles que creen vivir en un paraíso cuando la verdad es que sus políticos les oprimen con impuestos insoportables, les roban, les engañan diciéndoles que su dictadura de partidos es una democracia y en el que la Justicia, la información y prácticamente toda la acción de gobierno están infectadas de corrupción, arbitrariedad y abuso.

Pero los españoles, como dijo Aldous Huxley, "aman su servidumbre".

Cualquier otra sociedad europea sería incapaz de soportar tanto abuso y tanta injusticia como la española. Los rumanos, con una corrupción de inferior calado, han salido a las calles y plazas hasta acorralar a su gobierno y obligarle a que retire una ley que despenalizaba algunos delitos de corrupción, mientras que en España nadie se moviliza, a pesar de que los partidos políticos se han convertido, por la acumulación de delitos y por las colas de delincuentes que esperan ser procesados, en las asociaciones más peligrosos y delictivas del país, después de la bada terrorista ETA.

En España los políticos gobiernan en contra de la voluntad popular, sin hacer caso de las aspiraciones más intensas de la población, entre las que destacan el deseo de que el Estado, demasiado grueso e imposible de financiar por estar preñado de políticos parásitos viviendo a costa de los impuestos, sea reducido drásticamente, que los partidos políticos dejen de ser financiados con el dinero de los impuestos y que se castigue a los corruptos y se les encarcele hasta que devuelvan el botín robado.

Todas y cada una de las aspiraciones de los cobardes y felices españoles, atontados e imbéciles habitantes de esa España convertida en prisión sin muros, son ignoradas por los políticos, que incumplen sus promesas electorales, que no rinden cuentas ante los ciudadanos, que no respetan la separación de poderes, que prostituyen la democracia, que han ocupado la sociedad civil, que cobran impuestos insoportables y abusivos, que se han rodeado de privilegios inmerecidos y arbitrarios, que despilfarran y endeudan al país hasta la demencia, que practican la corrupción y que tratan el dinero de los impuestos con opacidad y como si les perteneciera.

A pesar de todo eso y de que, a cambio de los impuestos y de los esfuerzos del pueblo, los ciudadanos cada día reciben menos salarios y menos servicios de calidad del Estado, los españoles, convertidos en esclavos imbéciles, creemos que vivimos en un paraíso, ignorando nuestros dramas más intensos: que el país se despedaza, víctima de los enloquecidos independentistas, que nuestros políticos anteponen una y mil veces sus propios intereses al bien común, que nuestros jóvenes tienen que emigrar porque no tienen trabajo ni oportunidades en España, que las pensiones de jubilación, pagadas con esfuerzo durante toda la vida laboral, están en peligro, que la corrupción lo inunda todo y que la educación y la enseñanza de nuestros hijos es pura basura.

¡Vivan las "caenas" de la cárcel España!

Francisco Rubiales.
 
 

sábado, 25 de febrero de 2017

CURIOSIDADES -208-

"De reina sílfide a emperatriz paquiderma"



La Reina Victoria I de Gran-Bretaña e Irlanda (1819-1901) ha dejado, en la memoria colectiva -gracias a no pocas películas-, una imagen de vieja enana enjoyada, gorda, viuda, amargada y canosa, siempre vestida de negro y de trato poco afable.

Sin embargo, cuando ascendió al trono británico en 1837, computando apenas 18 años de edad, era una mujercita de preciosos ojos azules, diminuta, algo rolliza, mofletuda y grácil, con un talle de 50 cms. Se parecía enormemente a su abuelo el rey Jorge III, tanto que decían de ella que parecía "el rey Jorge con faldones"...



Cuando casó con su primo-hermano el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, descubrió los placeres de la intimidad matrimonial haciendo temblar la cama, cosa que le encantó sobremanera. Sin embargo, las facturas de tales placeres le resultaron harto desagradables: cuando se encontraba encinta, Victoria sufría sus embarazos como una travesía del infierno que culminaba con dolorosos alumbramientos. Es más, aborrecía a los recién nacidos de su vientre, a los que consideraba pequeños monstruos desagradables, arrugados y chillones. Ni por asomo quiso darles el pecho, ya que le daba un asco tremendo. De hecho, Victoria parecía carecer de sentimientos maternales y sus hijos no eran más que un estorbo a sus ojos. En ese aspecto, su marido Alberto fue mejor padre y más atento a su prole que ella, y varios grabados de la época lo remarcan así. Para colmo, sus ocho sucesivos embarazos habían deformado su cintura: de sus 50 centímetros de soltera, había pasado a los 96 centímetros de casada. Siendo una mujer de pequeña estatura (1 metro 52 centímetros), el hecho de que se dilatara su cintura con los embarazos, no mejoró su aspecto.



Pero el asunto de su real cintura empeoraría después de perder al amor de su vida en 1861. Viuda y destrozada, la llamada "Viuda de Windsor" se abandonó totalmente al único placer que le quedaba: la comida. El resultado fue que, en su vejez, la soberana de 1 m. 52, convertida en la emperatriz de la India y cabeza de un imperio colonial inmenso, se ensanchó a imagen y semejanza de éste, llegando a tener 142 cms. de cintura. 

viernes, 24 de febrero de 2017

Cita de la Semana



"Al no hacer nada, aprendemos habitualmente a hacer mal las cosas."
 
Frase de: Estanislao I Leszczynski, Duque de Lorena y de Bar, ex Rey de Polonia (1677-1766).